El 200 aniversariodel
nacimientode CharlesDickens
Sergio
Ramírez
Este año se
cumple el doscientos aniversario del nacimiento de Charles Dickens, sin quien
la novela tal como la conocemos hoy no existiría, como tampoco existiría sin
Balzac, sin Tolstoi y sin Dostoievski. Un monstruo inmortal de la literatura.
Dickens fue un gran testigo de su tiempo. Un testigo de tal magnitud, que sus
retratos de las condiciones de extrema miseria en Inglaterra en la segunda
mitad del siglo diecinueve, ejecutados con prodigioso realismo, influenciaron
la conciencia de su época, la época de la expansión del industrialismo salvaje;
e influenciaron aún la actitud pública sobre los males sociales que la
explotación inicua acarreaba, empezando por la de los niños, él mismo obrerito
en una fábrica de betún cuando su padre fue a dar a la cárcel por deudas.
Desde su
primera novela, Las
memorias póstumas del club Pickwick, escrita a los veinticinco años, Dickens
describió lo que conocía profundamente, la Inglaterra que creaba su poderío
expandiendo sus colonias en ultramar y sus fábricas en casa. Sus personajes
eran contemporáneos suyos, y siempre vivió al lado de ellos y entre ellos,
hijos de la cárcel, la avaricia, la pobreza, el desamparo y la explotación; y
abogados venales, tinterillos, usureros, y ricos avaros, banqueros despiadados,
aristócratas arruinados.
Eso es la obra
dickensiana, una gran enciclopedia de las clases sociales donde los personajes
son multitud; personajes que habitan desde los arrabales más oscuros de las
vecindades del Támesis, hasta las mansiones de los nuevos ricos donde la
falsedad se multiplica en oropeles en los espejos. Nadie retrata mejor que él
la miseria, y el ridículo, la marginalidad pavorosa, y la fatuidad hija del
dinero. Numerosos personajes, como un mosaico, o como un gran mural en
movimiento, un carnaval sombrío en el que desfila toda una sociedad y toda una
época.
Fue un escritor
poderoso, y lo sigue siendo. Multitudes que superaban las dos mil personas se
agolpaban en los muelles de Nueva York para esperar el buque que llegaba de
Inglaterra con los paquetes de periódicos donde venían los cuadernos con los
capítulos de sus novelas, que se publicaban por entregas, como solía hacerse en
el siglo diecinueve, en cuerpos especiales, de donde viene el término folletín,
o folletón. La gente arrebataba los ejemplares, para leerlos en el mismo
muelle.
El triunfo
verdadero del
escritor se da cuando sus personajes encarnan de tal manera en la conciencia de
la gente, que pasan a ser reales. Cuando El almacén de antiguedades se publicó
semanalmente entre 1840 y 1841, en Master Humphrey´s Clock, una revista
propiedad del mismo Dickens, todo el mundo quería saber qué iba a ocurrir con
la dulce y desdichada Little Nell Trent, víctima de las maldades del enano
Daniel Quilp. Dickens habría de recibir entonces centenares de cartas de los
lectores para que salvara a la niña, a punto de sucumbir ante la muerte. Lo
meditó. Y en sus paseos solitarios junto al Támesis, decidió que la niña debía
morir. Sabía que los finales felices son los más fáciles en la literatura, y
los más perecederos, igual que pasa en el cine hoy día. Que lo diga Hollywood.
Dickens es el más
grande de los novelistas de folletín, e impuso las reglas dramáticas del
género, que después copiaron las radionovelas y las telenovelas. Un buen
guionista de esos géneros tiene que leer a Dickens. Creó el suspenso entre
capítulos, y eso fue lo que lo hizo atractivo para miles de lectores. La
intriga de quien leyendo, no sabe lo que va a ocurrir en la siguiente entrega.
El suspenso, el secreto bien guardado que solo se devela cuando debe develarse.
En su novela
Historia de dos ciudades, una de sus últimas, y por lo tanto fruto de su
madurez de escritor, Dickens se desplaza hacia un pasado que, si tuvo una
enorme influencia, él no vivió, ni conoció: el escenario de la Revolución
francesa, ocurrida en el siglo anterior al suyo. Su juicio, en este caso, es
histórico, y no puede ser de otra manera frente a un suceso que habría de
afectar las relaciones entre Inglaterra y Francia, y no sólo eso, el futuro de
Europa y de la humanidad entera.
Revolución en
los seres humanos. Pero
el juicio de Dickens es, antes que nada, un juicio sobre las consecuencias de
la revolución en los seres humanos, y los cambios de comportamiento que la
historia, en tiempos convulsos, provocó en la gente más humilde. Los pobres se
vuelven factores del poder, y pueden decidir sobre la vida de los demás. Pueden
abrir el camino a la guillotina. Son los que, como fantasmas de Goya, bailan la
carmañola, una danza macabra, al paso de la carreta que lleva al patíbulo a los
condenados. La hoja de la guillotina es la que cobra las viejas cuentas de la
humillación. Y la grandeza de Historia de dos ciudades reside en el examen de
esas vidas, a la sombra del poder que se devora a sí mismo. Las mujeres del
pueblo, de la plebe, son las que tejen en sus bordados los destinos de los que
van a morir, como las antiguas Parcas.
Historia de dos
ciudades se ubica en tiempos dramáticos en que el mundo está cambiando para
siempre. Pero la maldad, de la cual luchan por librarse los protagonistas
atrapados en las redes de sus destinos, surge por parejo de los nobles que la
revolución derriba, y de los miserables que la revolución exalta. Dickens es un
maestro de la condición humana, múltiple en contradicciones.
Hay libros de los que
uno recuerda para siempre la primera frase. Historia de dos ciudades es para mí uno de ellos: fue el
mejor y el peor de los tiempos; fue la edad de la sabiduría, y de la estupidez;
fue la época de la fe y de la incredulidad; la estación de la luz, y de las
tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación'
Tanto caló en mí esta frase, desde su primer lectura, que la puse como epígrafe
de mi libro de memorias de la revolución sandinista, Adiós, muchachos. No
encontré nada más cabal para darme pie a lo que yo quería contar de mi vida en
tiempos de ilusiones perdidas.
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