Una idea obsesiva en
Nicaragua: la construcción de un canal interocéanico
Sergio
Ramírez Escritor Ciudad de México, marzo
2011.@nacion.com
Me asomo
intrigado a la historia de Nicaragua y me encuentro ante un país que con tenaz
persistencia ha atado su historia a una idea obsesiva única, la construcción de
un canal interocéanico. Desde la marginalidad y la pobreza, desde las discordias
incubadas en el atraso de la cultura política, esta idea fija regresa
continuamente al escenario y parece siempre nueva, como recién inventada,
aunque detrás arrastra una cauda de repeticiones, y por tratarse de un proyecto
siempre imposible, de frustraciones.
El paso entre
los dos mares, que desde los tiempos del descubrimiento habría de llevar hacia
las tierras de Catay y Cipango. Cuando Colón navegaba por la costa del Caribe
de Nicaragua en su cuarto y último viaje en 1502, fondeó sus carabelas frente a
la desembocadura del río San Juan, que nunca vio, y tampoco pudo saber que ese
río llevaba al Gran Lago, la Mar Dulce como después la llamarían los
conquistadores, separado por un breve istmo de las aguas del océano Pacífico.
Una
maldición. El sueño
estaba a la mano y levó anclas sin tocarlo; pero luego, a lo largo de los
siglos venideros, aquella ruta, más que un sueño, se volvería una maldición,
origen de guerras e intervenciones extranjeras. Todo fue que comenzara en 1848
la fiebre del oro en California, y miles de buscadores de fortuna emprendían el
viaje desde la costa este desde los Estados Unidos hacia las nueva tierra de
promisión.
El comodoro
Cornelius Vanderbilt encontró que la ruta más fácil y segura era a través de
Nicaragua, y no yendo hasta el sur, para bordear el Cabo de Hornos, ni a través
del territorio continental de Estados Unidos, infestado de tribus de indios
hostiles, ni tampoco a través de Panamá, infestado de pantanos y fiebres
letales. Nicaragua. Un río, un gran lago, un pequeño istmo en la costa del
Pacífico fácil de atravesar por las diligencias tiradas por caballos. Mark
Twain, entonces un joven periodista, atravesó esa ruta hacia California y
describió en una crónica el milagro de ver el sol encendido sobre una de las
riberas del río, y la cortina de lluvia cerrada cayendo sobre la otra.
Vanderbilt se hizo millonario y tras sus pasos llegó el filibustero William
Walker a apoderarse de Nicaragua.
Más tarde, las
dragas comenzaron a alzarse y luego a oxidarse sin remedio en el estuario del
puerto de San Juan del Norte Greytown para los ingleses que querían para ellos
ese territorio , la puerta del canal desde el mar Caribe, y una ciudad de
alucinaciones se alzó entonces allí como el decorado de aquel sueño perverso,
palacios de columnas dóricas y pisos de mármol, un tranvía, hoteles con
barandas floridas, lupanares regentados por madamas francesas, cementerios para
irlandeses, judíos, alemanes, de los que hoy sólo quedan las lápidas rotas
entre la hierba crecida.
Napoleón III
llegó a convencerse de que Francia, gracias al ingenio de Ferdinand de Lessep,
que había construido el canal de Suez y fracasaría luego en Panamá, sería capaz
de hacerlo en Nicaragua, seguramente porque sus ambiciones imperiales lo veían
dueño de México con Maximiliano en el trono, y a la vez de la ruta
interoceánica que se abriría entre las selvas de un país desvalido. Hasta la
firma del tratado Chamorro-Bryan en 1914, entre los Estados Unidos y la
Nicaragua intervenida por las tropas de Estados Unidos, una concesión por 99
años prorrogables, o sea, a perpetuidad, con renuncia completa de la soberanía.
Los sueños de la sinrazón que seguían engendrando monstruos.
Pero ya antes,
bajo la dictadura liberal del general José Santos Zelaya, el canal había vuelto
a frustrarse gracias a un curioso episodio. El Gobierno de Zelaya había emitido
en 1900 una estampilla de correos, con valor de un centavo, en la que aparecía
el volcán Momotombo coronado por un gran penacho de humo. En 1902, el senado de
Estados Unidos debatía si el canal debía construir a través de Nicaragua, o a
través de Panamá. El agente de Panamá Philippe Jean Bunau-Varilla recurrió a
los agentes filatelistas de Washington que lograron conseguirle las noventa
estampillas que necesitaba, una para cada senador. Eso fue suficiente. Un
volcán en erupción, capaz de provocar un terremoto, era el peor enemigo de una
ruta canalera.
En la novela
Trágame tierra de Lizandro Chávez Alfaro, publicada en 1969, la gran alegoría
de la historia de Nicaragua es ese canal interoceánico. Venimos de esa
alucinación recurrente que nos ha acompañado hasta el presente, y que se niega
a desaparecer. Venimos del canal y vamos siempre hacia él, como en las
historias de esos barcos fantasmas de velas en harapos condenados a nunca encontrar
puerto.
En la novela,
uno de los sobrevivientes de las crónicas guerras civiles entre liberales y
conservadores, Plutarco Pineda, pobre y abandonado, no se rinde nunca ante la
idea de que algún día se abrirá el canal y entonces se hará rico porque posee
una manzana de terreno en las márgenes del río San Juan, cuya venta podrá
negociar con los constructores extranjeros que vendrán a ensanchar sus riberas
y a construir exclusas. Entonces, el progreso de verdad habrá llegado al país,
no importa de quién sea el canal, no importa la soberanía nacional.
Hoy, el asunto
ha sido puesto otra vez sobre la mesa de discusión por el presidente Ortega, y
la imaginación se enciende con las visiones de los barcos de gran tonelaje
atravesando las aguas del territorio partido por la mitad pero próspero y rico,
como se le ha soñado siempre cada vez que este virus de la felicidad vuelve a
apoderarse de los cerebros. El proyecto se discute con toda seriedad.
Comisiones, alternativas de rutas, cálculos de costos y beneficios. Nada más se
necesitan $20.000 millones para que las dragas y excavadoras se echen a andar.
De nuevo, la
prosperidad depende de un acto de magia recurrente. No de la transformación de
la educación, de la escolaridad total, de la calidad de la enseñanza tecnológica,
del desarrollo integral del país, de los índices de productividad, del fin de
la dependencia del petróleo extranjero, sino de ese pretexto que despierta
siempre para recordarnos que seguimos siendo tan pobres como en el siglo
diecinueve, cuando los barcos de la Compañía del Tránsito del comodoro
Vanderbilt surcaban el río San Juan y el Gran Lago de Nicaragua.
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