El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

martes, 19 de junio de 2012

Lágrimas en Marte y Tierra


Partida fugaz Ray Bradbury celebró con poesía la existencia y la belleza del universo


Jacinto Antón



Hay luto en Marte y en nuestros corazones. La muerte el martes 5 a los 91 años de Ray Bradbury, maestro de la ciencia-ficción más lírica, los deja huérfanos a ellos, los marcianos de ojos amarillos en sus crepusculares canales de ensueño, pero también a todos los de aquí abajo, sus hijos lectores, los que hemos viajado con él en astronaves a las estrellas y hemos bebido el licor del verano de las infancias perdidas bajo los porches de la mítica Green Town, Illinois. 



Bradbury, que dispone ya de un cráter en su honor en la Luna y que pidió que sus cenizas sean esparcidas en el planeta rojo, será recordado por muchas cosas: por las Crónicas marcianas, esa excepcional colección de relatos sobre la colonización de Marte que entusiasmó a Borges; por El vino del estío y La feria de las tinieblas, dos de las novelas más conmovedoras jamás escritas sobre el delicado momento en el que los niños descubren la existencia del tiempo, de la muerte y de la responsabilidad; por la distopía Farenheit 451 con su mundo de libros perseguidos por bomberos flamígeros pero salvados por lectores contumaces en una de las más hermosas fábulas sobre la perennidad de la lectura –un tema tan actual–.
Se lo recordará también por sus estremecedores cuentos sombríos, los de El país de octubre, que tanto han influido en autores de terror como Stephen King; pero sobre todo recordaremos de Ray Bradbury su capacidad para mezclar, en un combinado único, la fantasía, la poesía, la maravilla, la nostalgia y la inocencia.
Criado en los sueños, esperanzas y pesadillas de los EE. UU. –que pasaron en pocas generaciones de ser una sociedad básicamente rural a abrazar las más portentosas y abracadabrantes tecnologías–, Bradbury (Illinois, 1920) se entusiasmó, recelando al tiempo, con las novedades y artefactos, mostrando en sus historias lo prodigioso de la ciencia y a la vez advirtiendo de que el ser humano no debería perder su alma en aras de ella. “No debemos llevar nuestros pecados a otros mundos”, dijo en su única visita a España, en 1991.
Era un gran moralista, con un lado indudablemente ingenuo y paternalista, incluso reaccionario, que a veces le lastraba, pero tenía el don de transportarte a un mundo de emociones y sentimientos prístinos e irresistibles.
Sus diáfanas metáforas son como encajes de cristal que te arañan el corazón y te anegan los ojos de lágrimas. Había sin embargo en él, junto a la luz y el optimismo, un lado oscuro, de miedo y culpa, en el que crecía fértil el musgo de lo espectral y de lo macabro.
Pocos autores han escrito como Bradbury sobre la muerte y la pérdida. Es imposible recordar algunas de sus historias sin estremecerse: la del bebé asesino, la del perro de ultratumba, la del hombre que se hace cargo de la guadaña de la muerte y siega el campo de la vida hasta encontrar los tallos que son su mujer y sus hijos... En relatos y novelas esa sombra, ese otoño, es el contrapunto insoslayable de un gran canto vital de celebración de la existencia y de la belleza del universo.
Siempre un niño. En esencia, con toda su cultura y sabiduría, Bradbury –y él mismo lo reivindicaba– nunca dejó de ser un niño de 12 años, el asombrado y vivaz Douglas Spaulding con zapatillas de deporte nuevas de El vino del estío (1957), la preciosa novela en la que relató su infancia transmutando su Wauke-gan natal en Green Town, su pequeña arcadia personal de cometas y zarzaparrilla.
Ese lugar soñado hubo de abandonarlo a los 14 años cuando su padre, empleado ferroviario afectado por la depresión, se trasladó con la familia a Los Ángeles. Gran lector de literatura pulp, amante de los tebeos, empezó a publicar en fanzines y en 1941 vendió su primer cuento.
En 1950 publicó la obra por la que será especialmente recordado, Crónicas marcianas, un conjunto de cuentos vagamente unidos por el nexo de la invasión humana de Marte que llenan de asombro y transpiran una atmósfera de sobrenatural melancolía y soledad.
Cuando el año pasado visité la vieja casa de Bradbury junto a la playa de Venice, California, donde el escritor vivió con su mujer Maggie al casarse en 1947, no pude dejar de pensar en la influencia de esa pequeña Venecia con sus minúsculos canales en la creación del Marte de las crónicas. No hay mucha ciencia- ficción en el sentido convencional en el libro, como no la hay en sus otras novelas y en sus centenares de relatos, agrupados en títulos tan conocidos como El hombre ilustrado o Las doradas manzanas del sol.
Algunos encuentran que su obra desde 1960 ya no está a la altura de sus grandes creaciones, y se lo acusa de sensiblería. Quién sabe, quizá hemos perdido la inocencia para valorarlo. Sea como sea, aquí y allá en las novelas y antologías publicadas a lo largo de este medio siglo saltaba la chispa incandescente del viejo Bradbury. Recuerdo un cuento genial sobre un hombre mosca y la emoción que provocaba el retorno a Green Town en la secuela El verano del adiós.
Escribió ensayos y poesía. Tuvo una suerte desigual en el cine, un arte que amaba como solo pueden hacerlo los grandes soñadores. Ninguna de sus obras –llevadas también a la televisión y al teatro– ha tenido una brillante plasmación en la pantalla si exceptuamos la versión de Truffaut de Farenheit 451 (1966), que precisamente a Bradbury no le satisfacía.
Su gran colaboración con el sétimo arte y una aventura en sí misma fue escribir en 1953 el guion de Moby Dick para el turbulento John Huston. El proceso y la relación con Huston los evocó posteriormente en Sombras verdes, ballena blanca. La influencia de Bradbury en el cine es enorme: baste decir que Spielberg lo ha considerado su propio padre.
Cuando en 1991, durante un almuerzo, le pedí que me dedicara La feria de las tinieblas para mi hija que aún no había nacido, se empleó con simpática fruición encantado con el reto de conquistar a una lectora del futuro. Hoy, mirando al espacio con tristeza, imaginando los canales del viejo Marte inundados, siento en el alma no haber pensado en mis nietos.

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