Partida fugaz Ray Bradbury celebró con poesía la
existencia y la belleza del universo
Jacinto Antón
Hay luto en Marte y en nuestros corazones. La muerte el martes 5 a los 91 años de Ray Bradbury, maestro de la ciencia-ficción más lírica, los deja huérfanos a ellos, los marcianos de ojos amarillos en sus crepusculares canales de ensueño, pero también a todos los de aquí abajo, sus hijos lectores, los que hemos viajado con él en astronaves a las estrellas y hemos bebido el licor del verano de las infancias perdidas bajo los porches de la mítica Green Town, Illinois.
Bradbury,
que dispone ya de un cráter en su honor en la Luna y que pidió que sus cenizas
sean esparcidas en el planeta rojo, será recordado por muchas cosas: por las Crónicas
marcianas, esa excepcional colección de relatos sobre la colonización de
Marte que entusiasmó a Borges; por El vino del estío y La feria de
las tinieblas, dos de las novelas más conmovedoras jamás escritas sobre el
delicado momento en el que los niños descubren la existencia del tiempo, de la
muerte y de la responsabilidad; por la distopía Farenheit 451 con su
mundo de libros perseguidos por bomberos flamígeros pero salvados por lectores
contumaces en una de las más hermosas fábulas sobre la perennidad de la lectura
–un tema tan actual–.
Se lo
recordará también por sus estremecedores cuentos sombríos, los de El país de
octubre, que tanto han influido en autores de terror como Stephen King;
pero sobre todo recordaremos de Ray Bradbury su capacidad para mezclar, en un
combinado único, la fantasía, la poesía, la maravilla, la nostalgia y la
inocencia.
Criado en
los sueños, esperanzas y pesadillas de los EE. UU. –que pasaron en pocas
generaciones de ser una sociedad básicamente rural a abrazar las más
portentosas y abracadabrantes tecnologías–, Bradbury (Illinois, 1920) se
entusiasmó, recelando al tiempo, con las novedades y artefactos, mostrando en
sus historias lo prodigioso de la ciencia y a la vez advirtiendo de que el ser
humano no debería perder su alma en aras de ella. “No debemos llevar nuestros
pecados a otros mundos”, dijo en su única visita a España, en 1991.
Era un gran
moralista, con un lado indudablemente ingenuo y paternalista, incluso
reaccionario, que a veces le lastraba, pero tenía el don de transportarte a un
mundo de emociones y sentimientos prístinos e irresistibles.
Sus diáfanas
metáforas son como encajes de cristal que te arañan el corazón y te anegan los
ojos de lágrimas. Había sin embargo en él, junto a la luz y el optimismo, un
lado oscuro, de miedo y culpa, en el que crecía fértil el musgo de lo espectral
y de lo macabro.
Pocos
autores han escrito como Bradbury sobre la muerte y la pérdida. Es imposible
recordar algunas de sus historias sin estremecerse: la del bebé asesino, la del
perro de ultratumba, la del hombre que se hace cargo de la guadaña de la muerte
y siega el campo de la vida hasta encontrar los tallos que son su mujer y sus
hijos... En relatos y novelas esa sombra, ese otoño, es el contrapunto
insoslayable de un gran canto vital de celebración de la existencia y de la
belleza del universo.
Siempre un niño. En esencia, con toda su cultura y sabiduría, Bradbury
–y él mismo lo reivindicaba– nunca dejó de ser un niño de 12 años, el asombrado
y vivaz Douglas Spaulding con zapatillas de deporte nuevas de El vino del
estío (1957), la preciosa novela en la que relató su infancia transmutando
su Wauke-gan natal en Green Town, su pequeña arcadia personal de cometas y
zarzaparrilla.
Ese lugar
soñado hubo de abandonarlo a los 14 años cuando su padre, empleado ferroviario
afectado por la depresión, se trasladó con la familia a Los Ángeles. Gran
lector de literatura pulp, amante de los tebeos, empezó a publicar en fanzines
y en 1941 vendió su primer cuento.
En 1950
publicó la obra por la que será especialmente recordado, Crónicas marcianas,
un conjunto de cuentos vagamente unidos por el nexo de la invasión humana de
Marte que llenan de asombro y transpiran una atmósfera de sobrenatural
melancolía y soledad.
Cuando el
año pasado visité la vieja casa de Bradbury junto a la playa de Venice,
California, donde el escritor vivió con su mujer Maggie al casarse en 1947, no
pude dejar de pensar en la influencia de esa pequeña Venecia con sus minúsculos
canales en la creación del Marte de las crónicas. No hay mucha ciencia- ficción
en el sentido convencional en el libro, como no la hay en sus otras novelas y
en sus centenares de relatos, agrupados en títulos tan conocidos como El
hombre ilustrado o Las doradas manzanas del sol.
Algunos
encuentran que su obra desde 1960 ya no está a la altura de sus grandes
creaciones, y se lo acusa de sensiblería. Quién sabe, quizá hemos perdido la
inocencia para valorarlo. Sea como sea, aquí y allá en las novelas y antologías
publicadas a lo largo de este medio siglo saltaba la chispa incandescente del
viejo Bradbury. Recuerdo un cuento genial sobre un hombre mosca y la emoción
que provocaba el retorno a Green Town en la secuela El verano del adiós.
Escribió
ensayos y poesía. Tuvo una suerte desigual en el cine, un arte que amaba como
solo pueden hacerlo los grandes soñadores. Ninguna de sus obras –llevadas
también a la televisión y al teatro– ha tenido una brillante plasmación en la
pantalla si exceptuamos la versión de Truffaut de Farenheit 451 (1966), que precisamente a Bradbury no le
satisfacía.
Su gran
colaboración con el sétimo arte y una aventura en sí misma fue escribir en 1953
el guion de Moby Dick para el turbulento John Huston. El proceso y la
relación con Huston los evocó posteriormente en Sombras verdes, ballena
blanca. La influencia de Bradbury en el cine es enorme: baste decir que
Spielberg lo ha considerado su propio padre.
Cuando en
1991, durante un almuerzo, le pedí que me dedicara La feria de las tinieblas para mi hija que aún no había nacido,
se empleó con simpática fruición encantado con el reto de conquistar a una
lectora del futuro. Hoy, mirando al espacio con tristeza, imaginando los
canales del viejo Marte inundados, siento en el alma no haber pensado en mis
nietos.
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