La vida noestá fuerade la literatura,sino en su raíz
Sergio
Ramírez escritor 12:00 a.m. 13/05/2012
Cuando se
anunció en Madrid que Ernesto Cardenal había ganado el Premio Reina Sofía, el
poeta español Luis Antonio de Villena, miembro del jurado, declaró que todas
las consideraciones “extraliterarias” habían quedado atrás para abrir paso a la
justa concesión del galardón, el más importante de la lengua castellana en
poesía, a un poeta universal reiteradamente postergado, precisamente, por causa
de esas consideraciones que campean fueran de los márgenes de la literatura, es
decir, en la vida.
Pero la vida
no está fuera de la literatura, sino en su verdadera raíz, y por tanto es
imposible separarlas. Hay poetas que llevan vidas apacibles, y son merecedores,
y otros que han bajado a la calle a encontrarse con sus desafíos, y son
igualmente merecedores. La vida de Ernesto ha sido compleja y agitada desde su
juventud, marcada por eso que antes solíamos llamar con todas sus letras el
compromiso, palabra que parece ahora tan desgastada por los vientos del egoísmo
y el olvido de que el mundo sigue tan lleno de injusticias como antes.
Un conspirador. Ernesto fue un conspirador desde su temprana
juventud, cuando participó en la rebelión del 4 de abril de 1954 contra la
dictadura del viejo Somoza, fundador de la dinastía que gobernó a Nicaragua por
casi medio siglo, ocasión en que la mayor parte de los conspiradores terminaron
muertos en las cámaras de tortura y fusilados y enterrados en tumbas sin
nombre, entre ellos Adolfo Báez Bone, compañero suyo de colegio, a quien dedicó
este epitafio memorable: te mataron y
no/nos dijeron donde / enterraron tu cuerpo / pero desde entonces / todo el
territorio / es tu sepulcro / o más bien; / en cada palmo / del territorio
nacional / en que / no está tu cuerpo / tú resucitaste'
Después
vendría Hora O, su poemario de 1957, que tanta fascinación ejerció en mí en mis
años de aprendizaje literario por la manera en que describía, como un prosista
que escribe en versos, a la Centroamérica de los años cincuenta dominada por
dictadores de opereta trágica, capitales tétricas en las noches tropicales a la
luz de una luna biliosa hasta la que subían los gritos de los torturados en las
prisiones, cuarteles de piedra, palacios presidenciales como queques rosados o
pintados en color caca amarillento. Era la poesía de un cronista que respiraba
el aire viciado de su propio tiempo, era la historia escrita en líneas
cortadas, era la vida.
Sacerdote. En 1956 decidió que se haría sacerdote y su vida
cambió para siempre. Entró en el monasterio trapense de Gethsemani en Kentucky,
donde encontró la amistad trascendental de Thomas Merton, y salió de allí,
abandonando el silencio obligado, para ordenarse en el seminario de La Ceja, en
Colombia. Al salir del monasterio trapense dejó atrás un mundo, como había
dejado atrás otro al entrar, el mundo de su juventud perdida, de sus primeros
amores cantados en los espléndidos Epigramas de 1961 y a los que volvería en el
Cántico Cósmico de 1989; y el mundo de las fiestas mundanas, de las cantinas y
los burdeles de la vieja Managua, que recordaría precisamente en su libro
Gethsemaní, Ky. de 1960, cuando comprometido profunda e irreversiblemente con
su fe, lo veía quedar atrás envuelto en las sombras del pasado, el pecado
constantemente delante de él como una proyección de cine: tu pecado estará
siempre delante de ti, como rezan los Evangelios.
La comunidad
que de regreso a Nicaragua fundó en el archipiélago de Solentiname en el Gran
Lago, ya no pudo ser una comunidad contemplativa donde alguna vez vendría a
vivir Thomas Merton, sino que se convirtió, como no podría ser de otra manera,
en una comunidad de campesinos pobres, sus integrantes sacados de entre los
habitantes de las islas, luego en un símbolo de resistencia cultural, y más
tarde en símbolo de resistencia contra la dictadura de los Somoza, al punto que
los jóvenes agricultores y pescadores discípulos de Ernesto, tomaron las armas
para asaltar el cuartel de la Guardia Nacional en el vecino puerto de San
Carlos, en octubre de 1977. La soldadesca, como respuesta, incendió la
comunidad, empezando por su humilde iglesia decorada con pinturas primitivas,
hasta donde había llegado el año anterior Julio Cortázar, quien participó en el
diálogo que siempre se abría en la misa dominical acerca del Evangelio, que esa
vez tocaba acerca del prendimiento de Cristo en el Monte de los Olivos; unos
diálogos muy tendenciosos, como el mismo Julio lo diría con humor cortazariano,
ya cuando los ecos de la revolución entraban a través de las ventanas de la
iglesia.
La revolución. La revolución se hizo en Nicaragua con diversos
componentes, entre ellos el compromiso de los cristianos, sacerdotes,
religiosos, monjas, laicos. El país se volvió un laboratorio vivo de la
teología de la liberación y se produjeron graves conflictos entre la jerarquía
católica y los sacerdotes comprometidos, entre ellos Ernesto y su hermano
Fernando, de la Compañía de Jesús, y todo vino a desembocar en la muy famosa
fotografía que dio tantas veces la vuelta al mundo, Ernesto arrodillado en la
rampa del aeropuerto de Managua, el 4 de marzo de 1983, frente al papa Juan
Pablo II, quien lo señala admonitoriamente con el dedo mientras le exige que
arregle sus cuentas con la Iglesia.
Ese momento,
recogido en esa foto, viene a ser lo más “extraliterario” en la vida de
Ernesto, o lo que se toma por lo más “extraliterario”, capaz de haber incidido
tanto tiempo en el reconocimiento de sus méritos como un poeta de su tiempo, y
de todos los tiempos.
Con la
revolución, que vivió con alma mística, comprometido hasta los huesos, cerró
sus cuentas y dejó testimonio en su libro de 2004, La revolución perdida, el
último de sus libros de memorias que empieza con Vida perdida, de 1999: “el que
pierde su vida por mí, la salvará”, dice el Evangelio de San Lucas.
Un poeta
siempre cierra cuentas en cada libro, e igual que Ernesto recuerda con
nostalgia su juventud perdida en Gethsemaní, Ky, en estas memorias de la
revolución recuerda, también con nostalgia, el derrumbe de aquella torre hasta
el cielo cuyas piedras aún siguen cayendo con ecos sordos.
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