Onofre Guevara López
Es de suponer que a Tomás Borge Martínez, cuyo
deceso ha sido el más publicitado de cuantos políticos nicaragüenses han
muerto últimamente, le hubiera complacido
la espectacularidad que le dieron a sus exequias. Es el estilo que a él le gustó
en sus años de poder, y al gobierno que a todo lo suyo le da un montaje estilo Cecil
B. De Mille.
No hablaré de Borge, porque ya está en una
dimensión sin deudas que pagar ni cuentas por cobrar, y porque mis opiniones
sobre algunas de sus conductas ya las expresé en estas mismas páginas, cuando él
podía responderlas. Ahora, ningún juicio sobre su personalidad tendrá valor.
Quienes siguen expuestos ante la opinión
púbica son los dueños del poder, que hicieron de sus exequias un espectáculo. Las
fastuosidades y vanaglorias copiadas de la Corea de los líderes-dioses opacan,
anulan, o al menos ponen en dudas los verdaderos sentimientos de sus promotores hacia el
ciudadano recién fallecido. Con tal de lucirse, el poder lo distorsiona todo, así
sea a costa del más infausto de los sucesos.
Evitaron que se valorara justamente los
sentimientos de la gente humilde hacia el líder fallecido, porque el poder de
los gobernantes interfirió en la voluntad de las personas bajo su influencia política-administrativa,
de asistir o no asistir a las exequias. Con su método coercitivo, hacen imposible
calibrar la dimensión del sentimiento y la sinceridad de las personas que se
hicieron presentes.
Por la cantidad de autobuses que se pudo ver
en las afueras de las instituciones oficiales, esperando la salida del
personal, el hecho de asistir no pudo ser una libre decisión, pues, además de
la presencia de los vehículos, estaban los jefes de distintas áreas esperando
que los empleados los abordaran. Así, nadie puede asegurar qué cantidad de
personas lo hizo por decisión propia, y tampoco se puede saber con exactitud si
era mayor su deseo de irse a casa, o irse a efectuar alguna diligencia personal
necesaria. En todas las concentraciones partidarias ha sido perceptible que la
voluntad de la gente no vale ante la voluntad del poder.
También fuimos testigos de que la mitad de
los autobuses de transporte público –unos 400— no circuló, y que hubo horas en
las cuales no se vio circular ninguna unidad del transporte colectivo. Se obligó
a miles de personas a esperar en vano que pasara un autobús haciendo su
recorrido normal. La voluntad, las necesidades y los intereses de esas personas
–un mayor número que las asistentes a las exequias— no cuentan para nada ante
la gente del poder. El “pueblo” solo son ellos y quienes les obedecen.
Hay que ser parte de esa multitud abandonada
a su suerte para sentir la desesperación por llegar a su destino ante la
imposibilidad de abordar un táxi por la falta de dinero. El desasosiego que se
siente tener que hacer un viaje de varios kilómetros a pie por la noche para
llegar a casa, es mayor con los riesgos para la salud y la vida, porque se debe
pasar por sitios y barrios infestados de delincuentes.
Quienes tienen poder, si alguna vez lo supieron,
lo han querido olvidar. Es la eterna diferencia entre vivir las fastuosidades del
poder y vivir las realidades de la pobreza. Y si algo de lo demostrado y dicho respecto
al dolor y el amor por la personalidad desaparecida lo hubieran volcado hacia esas
miles de personas en situación de abandono y riesgos, ¿no estarían más cercanos
y acordes con el sentido que les querían dar a sus palabras vertidas en las
exequias oficiales? ¿O es que solo fueron calculadamente dramáticas para
impresionar al público del exterior?
¿No estarían pensando y diciendo sobre el
fallecido todo lo que quisieran se dijere de ellos cuando les toque lo que a todos
nos tocará sin falta? ¿Es justo que al llegar el día fatal de una persona, se exalte
hiperbólicamente lo positivo de su vida y, al mismo tiempo, se menosprecien las
necesidades, el bienestar y la seguridad de la mayoría de las personas vivas?
Si fueran tan justos, como dicen que fue el
ser humano que se va, respetarían más a los seres humanos que se quedan. Pero
no; más bien obligaron a contemplar sus lucimientos y a poner en dudas sus
verdaderos sentimientos.
Quizá respondan la crítica con la manida
frase de… “así es la vida”. Entonces, ¿por qué elogian al difunto por sus
intentos de cambiar el lado injusto que la vida tiene?
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