Onofre Guevara López
Un concepto de cajón: todo Estado se
constituye sobre bases jurídicas acordadas según la voluntad política de los
constituyentes, o sea, de gente con la representación popular formalmente adquirida
en justas electorales para dotar al país de su Constitución Política. Y cuando el
gobierno no sujeta sus funciones a los mandatos constitucionales, se vuelve
ilegal y pierde legitimidad.
Está comprobado que con sus violaciones a la
Constitución, Daniel Ortega se ha puesto al margen y en contra de la legalidad
y la legitimidad, por lo cual, y aunque parezca simple la conclusión, es una tragedia
que Nicaragua esté gobernada de hecho, fuera de todo orden constitucional. Aunque
socialmente aparecemos como una nación en paz, porque no hay reacciones
violentas contra esta situación, somos una sociedad dominada arbitraria,
autoritaria e ilegalmente.
Si el desconocimiento del gobiernos se
expresara en una rebelión popular –cívica o armada—, no solo sería legitimada moralmente,
sino que también sería cumplir un deber recobrar la constitucionalidad, con un
nuevo gobierno. Todos sabemos que este fue el caso de la revolución popular
sandinista de 1979, pero ahora no existen ni señales de una reacción popular en
contra de esta dictadura establecida de forma incruenta.
Esta regresión en aspectos ejecutivos,
administrativos, políticos y legales al estado anterior al 79, pero nuevas
condiciones, que no son precisamente las mejores. Ni siquiera durante el proceso
de 16 años bajo gobernantes representativos de las clases históricamente privilegiadas
y para sí mismos, se produjo tal retroceso.
Es cierto, desmantelaron proyectos de
carácter social, entre tanto restituían parte del viejo orden económico-social;
pero no pudieron hacer borrón y cuenta nueva con todo el orden jurídico revolucionario.
Siguieron vigentes –aunque no cabalmente aplicados— derechos políticos-sociales, como el
pluralismo político, práctica y constitucionalmente reconocido. Pero hubo rectificación
de errores respecto a las libertades de prensa y expresión, las cuales funcionaron
solo parcialmente durante los años de revolución, pese a haber sido conquistadas
por ella al derrotar al somocismo. Ahora hay una paradoja con una dosis extra
de cinismo: un sector de los protagonistas de la revolución, con su retorno al
poder, comenzó a desmantelar la Constitución, e incluso leyes progresistas del período
pre-revolucionario.
Veamos si no: el pacto Ortega-Alemán atenta
contra el pluralismo político con su reforma a la Ley Electoral, lo cual, de
hecho, restituye el bi-partidismo post colonial; el orteguismo encabezó actividades
junto a liberales, conservadores e iglesias católicas y evangélicas para
penalizar el aborte terapéutico, igual que desconocen el laicismo del Estado,
dos conquistas humanistas del Siglo XIX, y ambos respetadas hasta por la
dictadura somocista.
Solo estos hechos revelan la profunda
reversión ideológica y política del orteguismo. Y este proceso reaccionario no
lo ha parado ahí. Arremete contra todo el orden constitucional y legal creado
por la revolución, con un sentido ultra reaccionario: lo hace imponiendo la
voluntad y con el estilo religioso camandulero del clan Ortega-Murillo,
decretando y creando leyes por encima o al margen de la Constitución de 1987.
Este clan político-familiar ha privatizado
los poderes del Estado; nombra y prolonga cargos vencidos, un derecho que la
Constitución solo concede a la Asamblea Nacional; hace negocios privados con la
colaboración de Venezuela; protege a funcionarios corruptos con su
desconocimiento de las leyes; y últimamente, su maquinaria demoledora en marcha
va contra la Seguridad Social –por mandato del FMI—, y la Autonomía Municipal. Con
esto, además, pretende convertir los municipios en sus instrumentos políticos, multiplicando
por tres los concejales de cada uno. Igual como controla el parlamento, el poder electoral y demás
órganos del Estado, poblaría los concejos con sus activistas políticos
identificados como CPC.
Así responde el gobierno inconstitucional y
autoritario a los proponentes del “diálogo”. El sainete dialoguista cedió espacio a la
arrogancia de los expropiadores del poder, y ante el reto orteguista de imponer
su orden de ilegalidades por sobre el orden jurídico consensuado, no hay
fuerzas políticas organizadas que le puedan hacer frente y pararlo.
Está demostrado que, como parte de la
imposición fraudulenta del gobierno del clan Ortega-Murillo, la Asamblea
Nacional pasó a ser su oficina privada adonde solo manda a ponerle sello a sus
iniciativas de ley que van anulando la efectividad de la Constitución sin tener
que reformarla, y creando paralelamente su propio “orden” institucional. Eso
significa, que la Asamblea Nacional dejó de ser la instancia idónea para
combatir por la democracia, y con su agresividad, el orteguismo solo está dejando
las calles para luchar.
¿Pero hasta cuándo? He ahí una nueva tarea
histórica pendiente.
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