Me quema la palabra
ARDE
NICARAGUA
Luis Rocha
Arde Nicaragua y son Daniel Ortega y sus vándalos
quienes la están incendiando. Las imágenes hablan por sí solas. Arde Nicaragua
cuando inicio ésta nueva columna huérfana de medio escrito, pero más viva que nunca
en su fuego interno. Porque hay dos clases de fuegos: el fuego de los cobardes
que destruyen, y el fuego que se lleva en el alma para construir la libertad y
de incluso resurgir de las cenizas. Escrito está que al dar por finalizada mis
“Pláticas de caminantes” y comenzar a publicar “Me queda la palabra” el 9 de
julio del 2009, una semana antes había explicado que las palabras de los monárquicos están tan
sucias como sus actos y suenan huecas por devaluadas. Las piaras de los
caudillos pisotean la dignidad del país. ¡Nada de paralelas históricas!
Necesitamos la valentía de ofrecer algo nuevo, en la forma que lo proclamó el
poeta español Gabriel Celaya: “¡A la calle! Que ya es hora/ de pasearnos cuerpo
a cuerpo/ y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.” Nos están convirtiendo
en “viudos de la vida” (Pablo Neruda). Es la vida la que nos están robando para
convertirnos en viudos. Eso escribí entonces y a partir de esa convicción mi columna buscó el alero de un poeta para
encontrar su nombre y fue Blas de Otero con su poema “En el principio”, quien
se lo dio: “Si abrí los ojos para ver el rostro/ puro y terrible de mi patria,/
si abrí los labios hasta desgarrármelos,/ me queda la palabra.”
Hoy Nicaragua arde más que nunca y la palabra –Verbo
hecho carne- habita entre nosotros como una llama insurrecta que me recuerda
las llamas de dos libros de Vidaluz Meneses: “Llama guardada”, pues primero el
pudor y la formación ética, y “Llama en el aire” después, rebelde. Llamas para
hacer frente a los pirómanos del apocalipsis: magistrados devenidos en
adelantados de la muerte; los que con sus grotescas trompetas emiten fúnebres
sones de fosas y péndulos y nos declaran viudos de la vida Son los Heraldos
Negros de la impudicia y de la impunidad. Han llegado a preparar el camino de
su dios hacia la perpetuación en el poder. Entre ellos, lenidad en todos;
porras propietarios y solices suplentes; nicolasos del pasado al fin y al cabo.
Nuestro Benito Mussolini, Daniel Ortega, tiene sus anunciadores en esos heraldos
de la resurrección del pasado somocista. ¿Y qué anuncian sus trompetas sino es
el fantasma, siempre sangriento, de la reelección?
Pero los heraldos del rey a la vez están pregonando
que ellos van a las calles a defender sus prebendas. Sin rey, no hay tesoros, y
ellos no son Alí Babá, pero si son más de cuarenta y manipulan al pueblo para
esconder sus fechorías. Palo, incendios, destrozos y secuestros hay, cuando
metódicamente se incinera la democracia. Si nos dejamos tendremos dictadura
para rato con la reelección que no cesará. Lo que dicen estas pedradas y
morterazos, es que aquí no hay Constitución o que existe y no existe según la
voluntad del rey; lo que dicen es que no hay orden público ni seguridad pública
o ciudadana, si son inconvenientes para el monarca, o si convenientes el
desorden y el vandalismo cuando son “justa ira”. Ya lo hemos dicho: Ellos,
maquiavelos, heraldos, cortesanos o lacayos, dependen irremediablemente del
monarca, y el monarca de ellos. Es un círculo vicioso que conduce al país al
caos y a la abolición de los valores cívicos. Una irracional carrera hacia el
despeñadero. ¿Pero porqué los hemos de acompañar nosotros, y no al contrario
sujetar y salvar al país? Ellos son fascistas y nosotros no. El cinismo se les
sale por los poros, como cuando el Presidente de la Asamblea Nacional, impedido
de actuar con total alevosía y ventaja, hace una apología de los delitos
cometidos por sus turbas, diciendo que son “la justa ira del pueblo”. Es
grotesco lo que dice y hace, pues no puede ignorar que en una primera etapa las
dictaduras del mundo, sean de Rumanía, o sean los Mussolini de Italia, son
capaces de llenar avenidas y plazas con esa “justa ira del pueblo”, traducida
en ensordecedoras aclamaciones, o leales morterazos como hoy. No puede ignorar
que la historia nos enseña que en una segunda etapa, esa “justa ira del pueblo”
se vuelve verdadera y acaba por aplastar a todos aquellos quienes la
falsificaron.
Arde Nicaragua. Los falsos profetas tienen aquí varios
oficios simultáneos, que van desde magistrados hasta agitadores según las
necesidades del monarca. Nosotros sólo tenemos necesidad de libertad; un
derecho de primer orden. Nosotros
también tenemos una llama guardada que ya debe salir al aire. Fuego de almas
libérrimas contra los pirómanos de la ambición y la codicia. Fuegos de fuegos:
el que purifica y el de la podredumbre calcinada. Arde Nicaragua y a mí me
quema la palabra. El Verbo se hace carne dolorida dentro de mí y clama por
justicia. No lo podré evitar aún muriendo por ella. La palabra que me queda, me
quema.
“Extremadura”, 22 de abril de 2010.
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