El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 20 de marzo de 2011

Confesiones de una mujer árabe furiosa

Joumana Haddad derriba el mito de la mujer árabe sumisa en el valiente ensayo Yo maté a Sherezade (Debate)


Joumana Haddad pretende derribar la imagen de la mujer árabe sumisa y tradicional que circula mayoritariamente en occidente y demostrar que el feminismo tiene sentido en Oriente Medio. La autora defiende que el modelo Sherezade difícilmente conseguirá subvertir el orden injusto que somete a la mujer (árabe o no) y adopta un discurso diferente, más radical, en el que mata a Sherezade y apuesta por Lilith, primera mujer creada del mismo barro que su compañero Adán y que abandonó el paraíso por voluntad propia, muestra de su carácter rebelde e inconformista.

Un ensayo provocativo e inteligente, publicado en España por Debate, que tiende puentes de comunicación entre las mujeres de oriente y occidente y que ha sido recomendado por escritores como Vargas Llosa ("Nos abre los ojos, acaba con nuestros prejuicios y además en entretenidísimo", dijo el peruano) y Roberto Saviano ("Una escritora de verdad. Pertenece a esa extraña casta de intelectuales que no se deja intimidar"). A continuación les ofrecemos uno de sus pasajes más interesantes en el que la autora entra en contacto por primera vez con El marqués de Sade, cuando apenas tenía 12 años:

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Una mujer árabe que lee al marqués de Sade


[...]

No recuerdo cuál fue el primer libro que leí. A menudo se lo pregunto a mi padre, pues mi pasión por la lectura la heredé de él y él era mi principal "proveedor", pero tampoco lo sabe. En todo caso, sí me acuerdo vívidamente de mí misma de niña, con nueve o diez años tal vez, sentada a la mesa de la cocina de nuestra pequeña casa, leyendo y leyendo y luego escribiendo sin descanso historias como las que acababa de leer (a menudo a la luz de las velas a causa de los frecuentes cortes del suministro eléctrico durante la guerra). Mi apodo en casa era "escritora pasha", porque escribía hasta que se me hinchaba el dedo corazón (esto era antes de la época de los ordenadores).

Descubrí (¿o tal vez debería decir que me descubrió él?) al marqués de Sade cuando apenas tenía doce años de edad. Las estanterías de la librería de mi padre, con todos sus deliciosos placeres, permanecieron abiertas para mí durante todas las vacaciones de verano. Podía sacar de ahí cuanto me viniera en gana, con una libertad absoluta y sin consecuencia alguna, debido fundamentalmente a que durante el día él no estaba en casa, y también a la confianza -inmerecida- que él depositaba en mí. Mis rasgos inocentes, en vivo contraste antagónico con los granujillas que ocupaban mi cabeza, eran el mejor camuflaje para ocultar la locura, la ansiedad y el delirio que habitaban mi pequeña mente. ¿De verdad mi padre, con su inteligencia tan perspicaz, se dejó engañar, o es que tal vez necesitaba, como cualquier padre tradicional, la mentira de esa farsa? La verdad es que no lo sé. En todo caso, es cierto que, incluso hoy en día, mis rasgos "tranquilos" siguen llevando a error a muchas personas acerca de mi carácter y mis pensamientos verdaderos, de tal modo que se forman juicios basados en mi apariencia ("¡Oh! ¡Es una chica tan dulce!") y así caen en la "trampa", en mi trampa ("¡Que Dios nos asista, es la encarnación del mal!").
Y a mí esta farsa involuntaria no me importa. Para nada.

* * *

Aquel glorioso día del marqués de Sade me cambió para siempre. Considérenlo como un simple problema matemático: si dos trenes, A y B, separados por continentes y siglos distintos, avanzan en dirección contraria por la misma vía, forzosamente se encontrarán en algún lugar del espacio y del tiempo. ¡El marqués de Sade era el tren A y, mira tú por dónde, yo fui el tren B!

Esa tórrida mañana, tras leer Las ilusiones perdidas de Balzac, me lancé a la caza de nuevas presas. Me puse delante de aquella librería tan alta y empecé a ojear títulos. Entonces sentí la llamada de un pequeño libro amarillento de la sexta estantería. Se titulaba Justine o los infortunios de la virtud. Me llamó la atención. Lo bajé y hojeé las primeras páginas. Era un libro bastante viejo, impreso en 1955 y publicado por Jean-Jacques Pauvert (por supuesto, ¿quién si no él podía ser tan perversamente audaz en esos años como para publicar en Francia un libro así?).

Me salté el fabuloso prólogo de Georges Bataille, al cual regresé al cabo de muchos años, y me sumergí sin más en la novela. Leí de un tirón esa historia fabulosa y formidable, con una mezcla de pánico e incredulidad, hipnotizada y a la vez paralizada del susto, como alguien que teme el objeto de sus temores y a la vez se siente fatalmente atraído por él. Como alguien incapaz de dejar de ver una película de terror, o de subirse a una montaña rusa a pesar del temor que le provoca. Adrenalina. Aquel libro bombeó adrenalina por todo mi sistema nervioso. Desde aquella vez no he yo maté a sherezade dejado de intentar revivir esa sensación con cada libro que leo, hasta el punto de que se ha convertido en uno de los criterios literarios por los que mido el éxito o el fracaso de una obra. De hecho, la búsqueda de la adrenalina, o mi adicción a la misma, se ha vuelto también uno de los criterios que rigen mi propia vida personal y mis relaciones con el sexo opuesto.

"Los libros pueden ser muy peligrosos. Los mejores deberían llevar una etiqueta que diga: "Esto podría cambiarte la vida"" (Helen Exley). No sé cómo una niña de doce años puede leer un libro "peligroso" como Justine y salir "sana y salva" de ahí. No sé cómo esa niña es capaz de pasar directamente de Balzac a Sade sin precipitarse en el enorme abismo que los separa. No sé, por decirlo simplemente, cómo logré salir ilesa (¿lo logré?) de aquel encuentro brutal, pero sí sé que realmente me cambió la vida. Me gusta referirme a ello como mi "bautismo en la subversión".

De libro en libro, de lectura en lectura, de encuentro en encuentro, el marqués de Sade se fue apoderando de mi cerebro. Me agarró por los hombros, me miró directamente a los ojos y me dijo: "Tu imaginación es tu reino. En tu mente, todo está permitido. TODO es posible. Abre las ventanas de par en par, y no temas transgredir ni delirar".

En efecto, aquel día el marqués me liberó de algunos de mis grilletes mentales. Y tras él hicieron lo mismo otros escritores que escribieron con la misma belleza, con la misma rebeldía y con la misma insolencia que él. En resumen: me pervertí.

Y no hubo vuelta atrás.

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