Onofre Guevara L
Dentro de la particular política nicaragüense predominan dos fuerzas formalmente encontradas con diferentes finalidades: la oficialista –homogénea en su orientación política, pero de variada composición social y económica— que busca perpetuarse en el poder, y la opositora –con su marcada heterogeneidad social, económica, política e ideológica—, que busca alcanzarlo. Nada diferente a cualquier otra sociedad de otros países, pero con características propias no reproducibles.
Viendo al orteguismo oficialista, desde su llegada al poder, aparece empeñado en darse una continuidad, pero no como corriente política en sí, lo que sería lógico, pues para hacerse del poder nacen los partidos políticos, sino que se trata de un continuismo personal, se ha individualizado en su caudillo, el cual –sin detenernos en los tortuosos caminos que ha tenido que recorrer para enquistarse como tal—, no admite ni cede espacio a nadie que pretenda disputarle la representación oficial, porque la considera de su exclusividad propiedad. No estamos pues, ante el continuismo de una corriente política, sino de una aberración individualista, y de carácter familiar.
Para imponer su continuismo, Daniel Ortega ha encontrado muchos obstáculos constitucionales, los cuales se ha venido saltando con medidas absolutamente ilegales. Lleva más de tres años buscando cómo salvar esos obstáculos, lo cual ha creado conflictos en
En esta situación, a Ortega le desespera la cortedad de los plazos en los que se deberá llenar trámites formales para las elecciones del 2011, lo cual no le permite la virtud de la paciencia. En lo jurídico, no ha encontrado la salida deseada –la reforma constitucional—, causa por lo que se ha volado muchas trancas, alimentando el conflicto; y en lo legislativo, le ha costado mucho esfuerzos políticos y en recursos económicos, pero aún tampoco asoma el número, más que mágico, indigno de los 56 votos para reformar
Por ello, Ortega está incursionando en los terrenos minados de la manipulación de las instituciones armadas. Hasta hoy,
Parece que del Ejército Nacional le ha resultado más difícil atraer a sus mandos a posiciones más definidas a su favor, aunque no ha dejado de intentarlo y seguramente ha logrado ya algunas adhesiones individuales, aún no actuantes. Ante la aproximación de los acontecimientos electorales, y la dificultad encontrada en las instituciones militares y la debilidad jurídica de sus acciones en las instituciones civiles, Ortega se ha lanzado a la militarización de su seguridad personal, en la medida y estilo exacto de un dictador, consciente de sus aberraciones y temeroso de las reacciones populares.
Como se sabe, los símbolos de la fuerza militar –el uniforme, por ejemplo—, son factores psicológicos determinante para imponer, más que para ganar, autoridad. Y cuando la autoridad se pone al servicio del poder autoritario, con los símbolos ejercen presión y temor entre los gobernados, casi siempre como preludio para la represión física. Además, los símbolos son usados conscientemente para transmitir una imagen de fuerza e invencible.
No está despistada la intención de Ortega de dotar de cierto tipo de uniforme y de pistolas –mostradas de forma y finalidades amenazantes— a un nuevo grupo de guardaespaldas, a quienes no les faltan otros aspectos físicos acordes: cara de pocos amigos (¡como si Ortega viera sólo enemigos entre quienes son obligados a llenar plazas, llevándolos desde los ministerios y otras instituciones!); ojos desconfiados y vigilantes en busca del imaginario “enemigo”; corpulencia física para dar señales de poder y de fuerza. Este tren de seguridad, ante simples mortales manipulados, hasta provoca escenas ridículas, como el caso de personajes de la cúpula orteguista, a quienes sólo se les ve la gorra y se le oyen sus gritos, perdidos entre una muralla de cuerpos que forman los agentes de la “seguridad”.
Todo ese aparato paramilitar, Daniel Ortega parece necesitarlo no sólo para calmarse temores infundados, y acrecentar su mesianismo y su egolatría, sino también para sentirse fortalecido en este proceso del desmantelamiento jurídico de las leyes que le impiden la reelección. Ortega supone que una vez logrado el objetivo inmediato, entrará a otra etapa, donde necesitaría un poder más autoritario y con la fuerza física necesaria para defenderse de la inconformidad de la ciudadanía, la que se sentirá burlada y con el derecho de rescatar la institucionalidad. No se puede esperar otra cosa. Hay que tomar en cuenta que ninguno de los últimos gobernantes neoliberales ha hecho tales desplantes, porque no se les ocurrió intentar –tal vez no por falta de ganas— perpetuarse en el poder. Pero, cual fuese el motivo, lo real es que no hicieron los desplantes de fuerza que Ortega está llevando a lo intolerable.
Entre tanto, las otras fuerzas políticas, las de oposición, una parte, la de abajo, se debate en lucha desigual por la unidad frente al orteguismo, y la otra parte, la oficial –dado que comparte el poder administrativo con el gobierno, entre los cuales están los diputados—, habla, habla, vuelve hablar y grita no dentro del proceso de unidad antidictatorial, sino dentro de negociaciones donde cada cual busca posesionarse mejor en la repartición de cargos y prebendas. Pero siguen de espaldas a las reclamaciones populares de la unidad.
El último hilo de esperanza en la que parece asirse los opositores, es que sus líderes cumplirán el compromiso de “Metrocentro Uno”, de no votar a favor de la reelección de los magistrados del Consejo Supremo Electoral. Acerca del resto de conflictos planteados por el orteguismo, mantienen un discurso vacilante, según la cercanía o la disposición que tengan respecto a las excitativas del gobierno, sus ofrecimientos de dinero y de prebendas.
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