Por Mario
Vargas Llosa.
El comandante Hugo Chávez pertenecía a la robusta tradición de los caudillos, más presente en América Latina que en
otras partes, no deja de asomar por doquier, aun en democracias
avanzadas, como Francia. Ella revela ese miedo a la libertad que es una
herencia del mundo primitivo, anterior a la democracia y al individuo, cuando
el hombre era masa y prefería que un semidiós, al que cedía su capacidad de
iniciativa y su libre albedrío, tomara las decisiones importantes sobre su
vida.
Cruce de superhombre y bufón, el caudillo hace y deshace
a su antojo, inspirado por Dios o una ideología en la que casi siempre se
confunden el socialismo y fascismo (formas de estatismo y colectivismo) y se comunica
directamente con su pueblo, a través de la demagogia, retórica y espectáculos
multitudinarios y pasionales de entraña mágico-religiosa.
Su popularidad suele ser enorme, irracional, pero también
efímera, y el balance de su gestión infaliblemente catastrófica. No hay que dejarse
impresionar por las muchedumbres llorosas que velan los restos de Chávez; son
las que se estremecían de dolor y desamparo por la muerte de Perón, Franco,
Stalin, Trujillo, y las que acompañarán a Fidel Castro. Los caudillos no dejan herederos y lo que ocurrirá a partir de
ahora es incierto. Nadie, entre la gente de su entorno, y en ningún caso
Nicolás Maduro, el discreto apparatchik al que designó su sucesor, está en condiciones
de aglutinar y mantener unida esa coalición de facciones, individuos e
intereses que representan el chavismo, ni mantener el entusiasmo y fe del
difunto comandante despertaba con su torrencial energía entre las masas. Una
cosa sí es segura: ese híbrido
ideológico que Hugo Chávez maquinó, llamado la revolución bolivariana o
socialismo siglo XXI comenzó a descomponerse y desaparecerá más pronto que
tarde, derrotado por la realidad concreta, de una Venezuela, país
potencialmente más rico del mundo, al que las políticas del caudillo dejan
empobrecido, fracturado y enconado, con la inflación, criminalidad y corrupción
más altas del continente, un déficit fiscal que araña el 18% del PIB y las
instituciones (empresas públicas, justicia, prensa, poder electoral, fuerzas
armadas) semidestruidas por el
autoritarismo, intimidación y obsecuencia.
La muerte de Chávez, pone un signo de interrogación sobre
esa política de intervencionismo en el resto del continente al que, en un sueño
megalómano característico de caudillos, el comandante difunto se proponía
volver socialista y bolivariano a golpes de chequera. ¿Seguirá ese
fantástico dispendio de los petrodólares que han hecho sobrevivir a Cuba con
los cien mil barriles diarios que Chávez poco menos regalaba a su mentor e
ídolo Fidel Castro?
¿Y los
subsidios y/o compras de deuda a 19 países, incluidos sus vasallos ideológicos
como Evo Morales, Daniel Ortega, FARC colombianas y a los innumerables
partidos, grupos y grupúsculos que a lo largo y ancho de América Latina pugnan
por imponer la revolución marxista?
El pueblo venezolano parecía aceptar este fantástico
despilfarro contagiado por el optimismo de su caudillo; pero dudo que ni el
más fanático de los chavistas crea ahora que Nicolás Maduro pueda llegar a ser
el próximo Simón Bolívar. Ese sueño y sus subproductos, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de
Nuestra América (ALBA), que integran Bolivia, Cuba, Ecuador, Dominica,
Nicaragua, San Vicente, Granadinas, Antigua y Barbuda, bajo la dirección de Venezuela, son ya cadáveres insepultos.
En los catorce años que Chávez gobernó el barril de petróleo multiplicó siete veces su valor, hizo uno de los países más prósperos del globo. Sin embargo, la reducción de la pobreza ha sido menor a las de Chile y Perú en el mismo periodo. La expropiación y nacionalización de más de un millar de empresas privadas, 3.5M hectáreas haciendas agrícolas y ganaderas, no desapareció a los odiados ricos sino creó mediante el privilegio una legión de nuevos ricos improductivos, en vez de hacer progresar han contribuido a hundirlo en mercantilismo, rentismo y las demás formas degradadas del capitalismo de Estado.
Chávez no estatizó toda la economía, a la manera de Cuba,
y nunca acabó de cerrar todos los espacios para la disidencia y la crítica,
aunque su política represiva contra la prensa independiente y los opositores
los redujo a su mínima expresión. Su prontuario respecto a los atropellos contra los
derechos humanos es enorme, como lo ha recordado con motivo de su fallecimiento
una organización tan objetiva y respetable como Human Rights Watch. Es verdad
que celebró varias consultas electorales y alguna de ellas la ganó limpiamente,
si la limpieza de una consulta se mide sólo por el respeto a los votos
emitidos, y no se tiene en cuenta el contexto político y social en que se
celebra, y en la desproporción de medios con que el gobierno cuenta que corre
de entrada con ventaja descomunal.
En
Venezuela una oposición al chavismo que en la elección del año pasado casi
obtuvo 6.5 millones de votos es algo
que se debe, más que a la tolerancia de Chávez, a la gallardía y convicción de
tantos venezolanos, que nunca se dejaron intimidar por la coerción y las
presiones del régimen, y en estos catorce años, mantuvieron viva la
lucidez y vocación democrática, sin dejarse arrollar por la pasión gregaria y
la abdicación del espíritu crítico que fomenta el caudillismo. No sin tropiezos, esa oposición, en la que se
hallan representadas todas las variantes ideológicas de la derecha a la
izquierda democrática de Venezuela, está unida. Y tiene ahora una
oportunidad para convencer al pueblo venezolano que la verdadera salida a los enormes problemas que enfrenta no es perseverar
en el error populista y revolucionario que encarnaba Chávez, sino en la opción
democrática, es decir, en el único sistema que ha sido capaz de conciliar la
libertad, legalidad y progreso, creando oportunidades para todos en un régimen
de coexistencia y de paz.
Ni Chávez ni caudillo alguno son posibles sin un clima de escepticismo y disgusto con la democracia como el que llegó a vivir Venezuela cuando, el 4 febrero 1992, el comandante Chávez intentó el golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, golpe que fue derrotado por un Ejército constitucionalista y que envió a Chávez a la cárcel de donde, dos años después, en un gesto irresponsable costaría carísimo a su pueblo, el presidente Rafael Caldera lo sacó amnistiándolo.
Esa
democracia imperfecta, derrochadora y bastante corrompida había frustrado
profundamente a los venezolanos, que, por eso, abrieron su corazón a los cantos
de sirena del militar golpista, algo que ha ocurrido, por desgracia, muchas
veces en América Latina. Cuando el impacto emocional de su muerte se atenúe, la
gran tarea de la alianza opositora que preside Henrique Capriles está en
persuadir a ese pueblo de que la democracia futura de Venezuela se habrá
sacudido de esas taras que la hundieron, y habrá aprovechado la lección para
depurarse de los tráficos mercantilistas, el rentismo, los privilegios y los derroches
que la debilitaron y volvieron tan impopular.
La
democracia del futuro acabará con los abusos del poder, restableciendo la
legalidad, restaurando la independencia del Poder Judicial que el chavismo
aniquiló, acabando con esa burocracia política elefantiásica que ha llevado a
la ruina las empresas públicas, creando clima estimulante para la creación de
la riqueza en que empresarios y empresas puedan trabajar y los inversores
invertir, de modo que regresen a Venezuela los capitales que huyeron y la libertad
vuelva a ser el santo y seña de la vida política, social y cultural del país
del que hace dos siglos salieron tantos miles de hombres a derramar su sangre
por la independencia de América Latina.
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