Durante su última campaña electoral, de la que salió victorioso, el comandante Hugo Chávez se acostumbró a llamar a su contrincante, Henrique Capriles Radonski, como “la nada”. La expresión buscaba graficar el desprecio que el revolucionario sentía por un rival que no parecía calzar los puntos para retar a un líder de dimensión continental. “Hubiese querido otro contrincante, pero tengo al frente a la nada”, respondió alguna vez a los insistentes pedidos de Capriles para debatir cara a cara. “Ahí no hay nada con quién debatir; es la nada”.
Meses después, la nada parece gobernar a Venezuela. Y no porque Capriles haya ganado las elecciones presidenciales del 14 de abril, tal como la oposición ya sostiene abiertamente. De hecho, el resultado oficial concedió el triunfo —aunque por un estrecho margen de poco más de uno por ciento— al oficialista Nicolás Maduro, dando cumplimiento al deseo póstumo del comandante Chávez quien, enfrentado a una muerte próxima, pidió por adelantado el voto para Maduro en una alocución que se transmitió el 8 de diciembre pasado.
Elegido, proclamado e investido, Maduro ha completado dos semanas en el poder. Dos semanas que ha dedicado por completo a seguir en campaña, en un intento por reagrupar a sus bases debilitadas tras la erosión electoral sufrida y, a la vez, adquirir por vía de los hechos una legitimidad puesta en duda. La oposición, por su parte, persiste en una resistencia pasiva que por momentos se traduce en cacerolazos masivos —en particular, cuando el gobierno obliga a los medios a plegarse a sus cadenas de radio y televisión— y en brotes de indignación que se reflejan en los trending topic de Twitter, el dazibao electrónico de estos tiempos de revolución. Sus dirigentes, que se enfrentan a la amenaza diaria del gobierno de llevarlos a prisión como presuntos responsables de los desórdenes que hace dos semanas causaron nueve muertes y 78 lesionados, transitan por ahora las opciones del cabildeo internacional y de la impugnación de las elecciones ante el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), una causa cuyo proceso puede durar unos tres meses y a la que con toda probabilidad no habrá lugar.
Mientras tanto, no se adoptan decisiones estratégicas. La gestión cotidiana se paraliza o minimiza a maniobras de funcionarios de segunda línea. Y los problemas pendientes, sobre todo los de la criminalidad y de índole económica, se hacen más complejos y pertinaces.
Por mucho tiempo, el chavismo lució como un rapto textil: miles y miles de kilómetros de tela roja se usaron para confeccionar sudaderas con lemas y estampas revolucionarias de toda guisa. Ahora, el poschavismo puede caracterizarse como el apogeo de las posaderas. Bajo el rótulo de “Gobierno de Calle”, Nicolás Maduro dice patentar un nuevo modelo de gestión. El presidente y su gabinete ministerial en pleno salen de gira por diversas regiones —hasta el momento, los Estados de Zulia y Miranda, importantes circunscripciones electorales— en las que permanecen varios días. En cada jornada, participan en asambleas con lugareños. Pueden tomarse horas en las que los funcionarios están sentados, toman notas acerca de algunas situaciones que los vecinos denuncian, y hablan de vez en cuando. Se supone que sus apuntes darán origen en algún momento a medidas concretas. Pero el mayor segmento de esas reuniones se dedica a la arenga revolucionaria, al ataque inmisericorde contra el enemigo, a la propaganda, a la conmemoración de Chávez.
Estos suelen ser los momentos en el presidente Maduro ordena, en medio del jolgorio de los presentes, transmitir las asambleas en cadena nacional de radio y televisión. Lo hace con regularidad: lleva un promedio de poco más de una al día. El mandatario se queja de que los medios privados conspiran para “invisibilizar” la importancia de sus actos populares.
Pero dentro de la retórica anidan intenciones. Las palabras también tienen efectos.
Por lo que se puede derivar de sus palabras en asambleas y cónclaves de otro tipo, Maduro propugna para su gobierno, en economía, ser como Xi Jinping; y en política exterior, como Al Assad. Es decir: seguir el modelo chino de zonas económicas especiales de inversión mixta para, por un lado, asegurar enclaves de rentabilidad para el empresariado, mientras por el otro, el Estado se reserva vastas zonas de control clientelar. En temas de seguridad y política exterior, en cambio, se propone enrocarse sobre sus certezas internas. Niega la crisis y califica cualquier mención de ella como desestabilizadora. O de injerencista, si la mención viene de portavoces internacionales, como los cancilleres de Perú y España, y el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), que llaman al diálogo para aliviar tensiones en Venezuela.
También quiere verse como el “presidente de la paz”. Ha tomado nota oportuna de la calamidad del crimen, que sólo en 2012 mató a 12.000 venezolanos, según cifras oficiales. Por eso en sus asambleas diarias conversa con representantes de clanes juveniles de los barrios pobres y de una presunta coalición de ex delincuentes, agrupada bajo el nombre de “El hampa quiere cambiar”. Maduro apela a la voluntad y la conciencia para regenerar las zonas más inseguras y conquistar la paz. Pero a veces su mensaje suena ambiguo y llega a parecer la advertencia de que cuenta con el apoyo de los sectores que saben usar la violencia.
Ayer, al comentar la reyerta del martes pasado en la Asamblea Nacional, que dejó un saldo de 11 diputados con heridas, Maduro comentó: “Nuestra gente viene de barrios y de calle, y mueve las manos bien rápido”. Aunque de manera explícita condenó la violencia, sonó como si celebraba su resultado. “Nosotros sabemos de lo que somos capaces de hacer”.
Hoy, cuando se cumplen dos meses del fallecimiento de Chávez, su pupilo participa en la Cumbre de Presidentes y Jefes de Estado de Petrocaribe. Si bien en el frente internacional y con una excusa técnica —coordinar el suministro petrolero a las naciones insulares del Mar Caribe—, Maduro todavía intenta cosechar apoyos para su joven gobierno. Mientras, se ciernen las amenazas de la economía, el desabastecimiento y el descontento social. Como la calma chicha antes de la tormenta, algo hace temer que la nada predominante puede ser el preámbulo de una conmoción futura.
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