Fuera de la pobreza, quizá la peor tragedia de las ciudades latinoamericanas es la fealdad. En barrios ricos, en barrios populares y en barrios de clase media, por todas partes lo que domina es la carencia de sentido estético. Incluso en ciudades surgidas en una situación geográfica privilegiada (un valle al pie de gigantescos volcanes nevados, o a la orilla de un lago majestuoso, o al borde de acantilados que detienen el ímpetu del océano), por un fracaso de la arquitectura y de la planeación urbana, y por el triunfo del mal gusto, la mugre y el desorden, somos capaces de arruinar un panorama que en Asia o en Europa aprovecharían y cuidarían como un envidiable espectáculo natural. Lima la horrible, México o el horror, Bogotá o el espanto.
Managua no es la excepción a esta regla general. En ella casi todo es contaminación visual, planeación dejada a la anarquía o al capricho del pueblo o de la élite, nada más. En vez de la mano firme de un Estado que dicta normas urbanísticas feroces (alturas, aceras, jardines, perspectivas, avenidas, materiales), todo el mundo hace más o menos lo que le da la gana.
El ruido visual de la capital de Nicaragua está contaminado por otras pestes: miles de avisos de los innumerables cultos divinos de las iglesias evangélicas, ese delirio colectivo organizado en sectas de negocios respaldados por el nombre de Dios. Y a su lado otras vallas, aún más grandes, del insoportable culto a la personalidad del tirano de turno. Si antes aquí imponía su dominio la familia Somoza, ahora otra familia casi igual de despótica y depredadora, la familia Ortega, ensucia la vista con la ofensiva feúra del comandante, ya no entregado a los negocios del Tío Sam sino del Tío Jing, el chino que supuestamente construirá el canal interoceánico más grande y catastrófico (ambientalmente hablando) del mundo.
Pero hay algo hermoso en Managua: los lagos, los volcanes y los árboles. Usados como cloaca o basurero, los lagos van perdiendo su maravilla. Los volcanes activos despiden sus fumarolas azufradas como una advertencia de que están vivos y se pueden vengar. Y los árboles centenarios resisten con toda la fuerza de su dignidad, dando sombra, frescura y belleza a los mejores espacios de la ciudad. Uno diría que estos increíbles árboles tropicales deberían ser el eje de un posible rescate estético de Managua.
Pero siempre hay un pero. Y el pero mayor es la esposa del presidente Ortega, la compañera Rosario Murillo, que además de ser ocasionalmente canciller de la república, es también la encargada del ornato de Managua. Y a doña Rosario, en vez de sembrar madroños, ceibas o guanacastes, o en lugar de alinear las avenidas y darles nombres y números a las calles sin nomenclatura de la capital, le ha dado por construir inmensos y monstruosos árboles de hierro, en tonos amarillos, diseminados por toda la ciudad. Al verlos yo pensaba que eran restos olvidados de la última Navidad. Y no: se trata de una superstición y un negocio de la primera dama, para brindar “energía de vida” a la maltrecha Managua.
En una ciudad que vive entre cortes eléctricos, escasez de agua potable y ausencia total de alcantarillado, la señora de Ortega se gasta una fortuna (cada monstruo de hierro cuesta 20 mil dólares) en árboles metálicos que no dan sombra ni frescura ni belleza. Chabacanería en estado puro. Con lo pagado por esos cientos de esperpentos pudo haber arborizado con especies nativas toda la ciudad. Así se entiende bien de qué manera las ciudades de América Latina son hijas del capricho y la incompetencia estética de los gobernantes.
Y mientras la canciller y decoradora Murillo siembra sus árboles de metal, el burdo de su marido prohíbe la entrada al país (para participar en un magnífico evento sobre la libertad de expresión organizado por el gran Sergio Ramírez, “Centro América Cuenta”) a Jus, un caricaturista francés colaborador de Charlie Hebdo. ¿El poder para qué? Para combinar fealdad con abuso y arbitrariedad.
http://www.hectorabad.com/arboles-de-hojalata/
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