El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 2 de junio de 2013

El demonio y el buen Dios

Rafael Plaza (Desde España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

Para Jean-Paul Sartre (autor de una obra teatral inolvidable titulada El
diablo y el buen Dios), el infierno eran «los otros».
 Para la Iglesia católica romana, desde la desafortunada época del
emperador Constantino (siglo IV), el mal está en los demás. Primero en
los ateos, después en los judíos, más tarde en los mahometanos, luego en
los protestantes, ya en el siglo pasado en los comunistas y hoy día,
incluso, en los propios cristianos más comprometidos, los que han llevado
a la práctica la revolucionaria máxima de Cristo de que el prójimo es el
más pobre, y que lo que se hiciera por el pobre se haría por el propio
Jesús.

Hoy, el mal rodea a la Iglesia, y la invade por doquier.

Desde los ateos hasta los cristianos por la liberación -ya no sólo los
teólogos de la misma-, todo el inmenso bloque de hombres y mujeres
agrupados en el párrafo anterior, y otros que en este mismo instante se me
escapan, representan para Roma un mal presunto -ya que siempre queda la
coartada del perdón- y un «tufo de Satanás», frase que acuñó, para triste
memoria, el papa Montini -Pablo VI- en los últimos años de su vida, cuando
aquella enfermedad que le llevó a la muerte se expresaba, según los
psiquiatras y médicos más conspicuos, en un horrible miedo a la vida, el
miedo al vacío que le dominó cuando el Concilio Vaticano II empezaba a
resultar efectivo.

Escribo hoy, pocos días después de que los obispos españoles se hayan
reunido en Asamblea Episcopal, sobre la tremenda inseguridad de la
Iglesia, y más particularmente sobre los miedos y quebrantos de la Iglesia
española, cuyos obispos llevan decenas de años viendo por todas partes un
cúmulo de males, de relativismo, de paganismo y de pecado? y otros tantos
recelosos de una democracia que nos había hecho creer que había
finiquitado en nuestro país el totalitario confesionalismo católico del
Estado.

Cuando se les invita a pensar en alto, los obispos españoles sacan siempre
su hacha de guerra, que es casi siempre un hacha contra los gobernantes
socialistas o contra las leyes que consideran ?permisivas? acerca del
aborto, el matrimonio o la educación de la infancia y la juventud de
nuestra ?católica España?.

A los obispos españoles les traicionan constantemente sus miedos, en lugar
de sus esperanzas; sus fobias, en lugar de sus amores; sus hambres de
dinero y poder, en lugar de la fe en la Providencia que predican a los más
pobres; sus doctrinas más salvajes y egoístas sobre el tener, en lugar del
Verbo hecho Carne que quiso enseñar al hombre a ser, y en el cual siempre
han parecido creer. Esto es lo terrible: que unos obispos tan preocupados
por la fe de los españoles a veces dan la rotunda impresión de que no
creen en nada, salvo en lo palpable, lo tangente, lo contingente y lo
banal.

Para los obispos españoles, el mal está en los otros; el infierno son los
otros. Es la gran paradoja de una Iglesia que nació en la humildad y en la
verdad. La humildad-humanidad, para reconocerse humana y débil; la verdad,
que no consistió en otra cosa sino en acercarse al más pobre, al más
desvalido, al más marginado, al más oprimido.

Ese era, ése fue, el único y formidable bagaje original de esta Iglesia
que, caso de volver, no reconocería ni el propio Cristo.

La Iglesia busca desesperadamente una seguridad detestable, infame,
anticristiana. Una seguridad basada en el poder y el dinero. Contrata
vigilantes jurados del alma armados hasta los dientes para destripar los
cuerpos de los que osen moverse. Mercadea con puertas de seguridad a
prueba de bombas. Viaja en papamóviles blindados para evitar que curas
desesperados o agentes secretos zarandeen impunemente a sus caudillos.

Quiere dinero contante y sonante, y bancos propios gobernados por hombres
de traje talar y corbatas de seda que puedan ahorcarse en una noche
siniestra bajo un puente cuando las cuentas no están claras en el
Vaticano.

Quiere hombres que no busquen interrogantes a sus dogmas, mujeres que no
intenten subir a sus estrados, jóvenes que no ofrezcan dudas sobre la
justicia de las guerras, niños que sepan antes de los castigos del pecado
que de la belleza del amor y la utopía, y ancianos que se inyecten
dulcemente el miedo a la condenación eterna.

Rafael Plaza es periodista y escritor, analista de la Iglesia católica.

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