Ricardo Bada
13 ABRIL, 2015
Nos conocimos personalmente en Septiembre 1976, en un simposio sobre América Latina que se celebraba en Sprendlingen, Alemania, las vísperas de la feria del libro de Fráncfort de aquel año, feria que por primera vez en su larga historia iba a tener un centro de gravedad temático, el cual se enunciaba así: “Latinoamérica, un continente por descubrir”.
Gracias a esa invitación, Eduardo y Helena, su esposa, habían logrado escapar de la Argentina, donde él dirigía la redacción de la revista Crisis y estaba amenazado de muerte por la AAA, de lúgubre recuerdo. Lo dejó relatado en un texto de aquellos días:
“Suena el teléfono y pego un respingo. Miro el reloj. Nueve y media de la noche. ¿Atiendo, no atiendo? Atiendo. Es el comando José Rucci, de la Alianza Anticomunista Argentina.
— A ustedes los vamos a matar, hijos de puta.
— El horario de amenazas, señor, es de seis a ocho —contesto.
Cuelgo y me felicito. Estoy orgulloso de mí. Pero quiero levantarme y no puedo; tengo piernas de trapo”.
Habían logrado escapar de la trampa mortal que era Buenos Aires en aquellos tiempos de plomo, pero eso era todo. No tenían adónde ir. La invitación al simposio incluía asimismo la asistencia a la feria del libro en Fráncfort, que comenzaba dos días después, y ahí concluía el compromiso de los alemanes con él. En aquellas noches de Sprendlingen, durante las pausas y a renglón seguido de las ponencias y los debates, platicamos todo lo platicable acerca de la situación y las posibles salidas a ella.
Yo regresé a Colonia por un solo día (porque tenía entradas para un concierto de la orquesta del Concertgebouw, de Ámsterdam, dirigida por Bernard Haitink, en la Sala Beethoven de Bonn, justamente ese 15 de Septiembre que era el día–puente entre el simposio y la feria), y al volver a encontrarnos en Fráncfort les dije, a Helena y Eduardo, que lo había conversado con mi esposa y que cuando terminara la muestra podían venir conmigo a nuestra casa, podían hospedarse en ella hasta que encontraran una salida estable, laboral y domiciliar.
Así fue como llegaron a este apartamento y se quedaron en él casi un mes, compartiendo las primeras semanas de su exilio con mi familia. Nuestros tres hijos aún eran pequeños, estaban fascinados con ellos, y se dio además la circunstancia de que la mayor, Rebeca, cumplió en ese entonces sus 9 años, y Eduardo, que era un dibujante formidable, le regaló un poster pintado por él, felicitándola por su aniversario y firmándolo con su característico chanchito con una margarita en el hocico, bajo el cual podía verse a una chanchita en la misma tesitura y que firmaba Helena.
Poco después partieron rumbo a Barcelona, desde donde le ofrecían a Eduardo un puesto como asesor en Laia, el valeroso sello editorial de Alfonso Carlos Comín. Pero la relación se mantuvo porque en nuestra redacción de la Radio Deutsche Welle, y hasta que se estabilizase su situación en España, le habíamos pedido una colaboración regular; y así, semana tras semana, me iban llegando sus manuscritos mercenarios, siempre acompañados de una hojita aparte en la que nos enviaba recuerdos con el chanchito en mil y una variaciones que algún día habría que editar como se merecen.
Luego la vida hizo que nos encontrásemos un par de veces más. En el Congreso (que bauticé como Etílico) de la Lengua Española, en Las Palmas de Gran Canaria, Mayo/Junio 1979, donde Eduardo y Manuel Scorza eran los grandes agitadores, Juan Carlos Onetti el presidente invisible encerrado en su cuarto del hotel, y Juan Rulfo fumaba en algún rincón, con un vaso de whisky en la otra mano y siempre tratando de pasar desapercibido.
Otra vez fue un año más tarde, en el friísimo invierno de 1980, en Rotterdam, con ocasión del 4.º Tribunal Russell contra la opresión a los pueblos indígenas en América. En una de las pausas, de repente, me preguntó si Delft quedaba cerca de Rotterdam, y cuando le dije que todo lo más un ¼ de hora en tren, enseguida quiso que fuésemos allá, quería conocer la ciudad de Vermeer y, de ser todavía posible, ver en vivo la famosa vista que pintó su más famoso hijo. “La ciudad sí te la enseño, Eduardo, pero para aquella vista tendrás que seguir conformándote con el cuadro”, le dije, mientras tiritábamos en la estación esperando el tren.
Hubo un encuentro más, años después, de nuevo en la feria del libro de Fráncfort, y el último lo tuvimos el 8 de enero del 2002 en el Café Brasileiro de Montevideo, donde era parroquiano de toda la vida y se citaba con los amigos. Estaban también mi esposa y Helena, recordamos aquellos días que pasaron en nuestra casa, y nos despedimos con una de las bromas que solía gastarles siempre a costa de que Helena hacía hincapié en que su nombre se escribía con H, no era el Elena español. La broma fue que les entregué un ejemplar de un libro mío recién publicado, y al abrirlo y ver la dedicatoria, “Para Elena…”, Helena puso el grito en el cielo, pero Eduardo la calmó:“Seguí leyendo”. La dedicatoria completa decía “Para Elena y Heduardo, y así queda todo en la familia”.
A sabiendas de que no he dedicado una sola palabra acerca de la obra de Eduardo. De ella es de la que con toda seguridad hablará todo el mundo, y con mejores plumas. Sólo quisiera decir, eso sí, que me siento súper orgulloso de haber sido su amigo y de que me dedicase su agradecimiento expreso por un texto del Inca Garcilaso que le descubrí para el primer volumen de su Memoria del fuego. Y además deseo añadir un homenaje que no me será posible rendírselo a mucha gente. Cuando me envió, dedicado, un ejemplar de su única novela, La canción de nosotros, después de leerla le escribí una carta implacable en que la destripaba, y él me contestó a vuelta de correo: “Escribir lo que me has escrito es algo que sólo puede hacerlo un buen amigo”. Lo que siempre fuimos, a pesar de aquella carta. Eso sí, de las docenas que recibí de él, esa fue la única que no firmó con su chanchito con la margarita en el hocico. Eduardo no se lo quería creer, hasta que se lo demostré con un facsímil.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.
Tomado de: http://www.nexos.com.mx/?p=24648, y publicado aquí con la autorización de su autor.
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