“No es extraño en las aguas
de la noche un canto.
Baja el marinero velas,
se detiene el remero.
Es Cifar solitario, a la deriva
dejándose llevar de la música y del viento.”
(barcarola marinera)
Esta tarde me evoca velancicos, sones, guitarras, marimbas, maracas, acordeones, tarareos, aromas de deliciosas comidas, que vienen de todos los tiempos nicaragüenses, haciéndose presentes en una época que fue nuestro Renacimiento, y que se destaca por las figuras de Pablo Antonio Cuadra, autor deLos cantos de Cifar y del Mar Dulce, y de Carlos Mejía Godoy, quien los musicalizó e interpretó magistralmente. En esa época es que surgieron los ángeles músicos –como los de fray Angélico-, comenzando por Carlos Méjía Godoy; Chale Mántica, el Señor Gobernador Tastuanes; Cesar Ramírez Fajardo, el rey de la picardía; Wilfredo Alvarez, a quien años después el Dr. Sergio Martínez lo bautizara como “chocoyito chimbarón”, calificativo que se mereció cuando vistió, trabajando en el Hospital Militar, el verde olivo, uniforme a duras penas ajustado a su protocolo musical y gastronómico; y “Chunchón”, el Dr. Cesar Zepeda Monterrey, el único que no era chino de todos sus concuños casados con hermanas chinas, lo cual se solucionó gracias a su altura, con sólo aplicarle “en mandarín” un apodo acorde con su tamaño.
La logística culinaria –verdaderos banquetes montaraces y de imaginación sin límites- estuvo a cargo de tres mecenas: Chale el de la imaginación; Olga Molina Oliú, anfitriona esplendida y locuaz, que se embriagaba de canciones; y Jeanny, la esposa de César Ramírez quien hasta los méritos de su mujer quería acaparar. En esas casas de los buenos recuerdos, como una fogata en el corazón, se estrenaron las novísimas producciones de Carlos Mejía Godoy y los rescates musicales de “Los bisturices armónicos” Y desde algún lugar de ellas en donde se cocinaba, a lo mejor el “Pato al tamarindo” de Chale, salía pletórico de vida y estridencia el grito de aprobación de Wilfredo Alvarez: “¡Muy bueno Corporito!”.
“Fuente de cantos” es el nombre del pueblo en donde nació Zurbarán. Fuente de cantos fueron aquellas casas y quienes se entregaron a rescatar, crear y ordenar nuestra música. A la casa del Señor Gobernador Tastuanes acostumbraba llegar Erwin Krüguer, quien, como él mismo lucía, vistió de pulcritud y elegancia la bohemia, y a todas aquellas casas-conservatorios, entre muchos, llegaron “Los soñadores de Saraguasca” o “Don Felipe Urrutia y sus cachorros” En fin, todos por quienes en cuyas venas fluía la sangre de la creación. La sangre que, al decir de Vallejo, fluye como flojo coñac dentro de uno. Ahí estaba la fuente del canto nacional y de nuestra Historia Patria. Porque ahí, podríamos parodiar, como escribió Carlos Martínez Rivas de Juan Sebastián Bach, que en esa fuente estaba “últimamente sobre todo”, Carlos Mejía Godoy.
Parte de la labor de Carlos Mejía, además de su originalidad al componer, es contagiar su entusiasmo. No es el único de nuestros cantautores en hacerlo, pero probablemente es el más loco por generoso. Creo firmemente que los poemas de “Cantos de Cifar” por él musicalizados, son una obra especial y única. En esa época de Génesis musical y de Apocalípsis político, las canciones de los compositores nacionales, como Fabio Gadea, las recopilaciones y recreaciones que de nuestro folklore hicieron “Los bisturices armónicos”, fueron tabla de salvación. Paz, remanso y compensación.
Aquí es donde vuelvo a encontrar al Pablo Antonio que muchos años antes había escrito la letra para “El Arreo”, con música de su primo Salvador Cardenal Arguello, ahora en igual papel, como si los poemas de “Cifar” los hubiese escrito –sin siquiera imaginarlo- para que los musicalizara Carlos Mejía Godoy. Creo que esta fiesta de los sentidos se inició a finales de los 60 y comienzos de los 70, quizás con la tragedia, parábola de alcance nacional, de “Tomasito, el cuque”, emblemático por haber muerto víctima de las torturas de la dictadura somocista; siguiendo entre otros poemas la ternura de “Piolín”, dedicado a su nieto Pitín; “La noche es una mujer desconocida” es, para mí, el erotismo llevado a su extrema delicadeza, con parangón tal solo con el contenido en el Cantar de los cantares. Este poema no procede de Cifar, es tomado de El Jaguar y la Luna, pero sería inexcusable aquí su omisión, por el excelso acoplamiento de música y letra ante la proximidad de la fusión de hembra y varón, otra vez Adán y Eva y la tentación, cuando la mujer incita al hombre para que la toque y así pueda conocer la noche.
Los ojos de Pablo Antonio, como los del beato y pintor cuatrocentista fray Angelico, en aquellos momentos de éxtasis musical, ascendían entre sorprendidos y agradecidos hacia el sosiego y modestia de su propio espíritu. Dice el propio PAC de sí mismo, que cuando naufragó Cifar “un joven poeta, que llevaba en el bolsillo una gastada edición de La Odisea, miraba todo aquello y abría su corazón a lo que veía”. Es en ese momento histórico cuando me imagino a Carlos Mejía Godoy, en el bullicio del duelo por Cifar -que moría para convertirse en leyenda- en una playa atestada de gente, recién llegado de Somoto en pantalón chingo para ver por primera vez la inmensidad de la Mar Dulce, logrando divisar a Ulises en una isla picoteada por las gallinas, sentándose al lado de aquel otro niño, bastante mayor que él que tenía en su bolsillo La Odisea. Ambos miraron a lontananza. A Pablo Antonio le dio curiosidad el recién llegado, de manera que sobre Ulises le preguntó: ¿Lo ves?, y fue en aquel preciso momento cuando Carlos abrió su corazón a aquella poesía por venir. Así, también, definitivamente, nació Cifar.
Luis Rocha
Nota: Texto leído especialmente con motivo del Primer Aniversario del CENTRO CULTURAL PABLO ANTONIO CUADRA, en HISPAMER, el miércoles 17 de diciembre.
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