Conocí a Mónica Zalaquett en México en 1976. Yo había salido de Nicaragua forzada por la persecución del Somocismo que, meses después, me condenaría en ausencia en un tribunal militar. Mónica con su compañero, Ricardo Wheelock, trabajaban en el Comité de Solidaridad con Nicaragua en México. Infatigable, siempre optimista y con una capacidad de empatía y dulzura poco común, Mónica hacía el trabajo de hormiga que ya poco se recuerda pero que fue esencial para llamar la atención mundial sobre la situación de represión que vivía Nicaragua bajo la dictadura somocista. Con ella anduve en actos públicos en las universidades y fui los domingos al Parque de Chapultepec a vender un periodiquito impreso en México con noticias sobre la lucha nicaragüense. Nos paseábamos entre la gente, voceando el periódico: “La Gaceta Sandinista, compañero, solidaridad con Nicaragua” y así recogíamos de peso en peso dinero para la causa. Recuerdo con ella los viajes en buses atiborrados en que no pocas veces nos manosearon, las desveladas organizando actos de solidaridad, recitales, conferencias. México en esos años se volcaba apoyando las necesidades de los refugiados del golpe de Chile y de cientos de latinoamericanos, hombres y mujeres obligados por la represión en sus países a buscar asilo. Nicaragua, poco a poco, se convirtió en la esperanza de los desterrados, la posibilidad de que se cumpliese el sueño de acabar con la dictaduras en América Latina.
Era común en esos tiempos que, a la par del discurso altruista surgiera también el elogio a las armas. Existe una atávica fascinación del ser humano por las armas, por las marcas, su peso, los mecanismos con que funcionan. Debe ser que la muerte reside en esos cañones, en los clips, las mirillas, y la muerte es una de las grandes obsesiones de nuestra especie. Además, éramos un movimiento guerrillero, uno se sentía obligado a familiarizarse con la idea de disparar, de recibir entrenamiento militar. Combatir era una aspiración heroica. Ser combatiente era, de cierta forma, graduarse de revolucionario. “Marina”, que era el seudónimo con el que conocí a Mónica entonces, se distinguía desde esos tiempos porque no mostraba ninguna afinidad por ese tipo de conversaciones. Su tema era el análisis de la realidad, las propuestas que debíamos hacer para la construcción de una Nicaragua nueva, justa e igualitaria. Era una pacifista de corazón por mucho que tuviese que aceptar que Somoza nos había dejado contra las cuerdas sin otra alternativa que la lucha armada.
Seguí viendo a Mónica después del triunfo de la Revolución y cuando nos veíamos, conversábamos mucho sobre los quehaceres de la práctica política y la preocupación por el lenguaje agresivo y machista que fue tan común cuando la guerra contrarrevolucionaria de los ochenta, financiada por EEUU, forzó a que otra vez el discurso de las armas se impusiera sobre el discurso de la transformación social. ¿Cómo cambiar esa mentalidad? ¿Qué hacer para dejar de enfrentarnos unos contra otros en lo que parecía un sino trágico de la idiosincrasia nacional?
Después de la derrota electoral del FSLN en 90, le perdí la pista a Mónica por varios años. Yo vivía en Los Ángeles, pero en uno de mis frecuentes viajes a Nicaragua nos reencontramos. Ella estaba escribiendo una novela, una gran novela por cierto: “Tu fantasma, Julián” sobre el drama de dos personajes: uno contra y otro sandinista. Es una novela sobre el rencor y el perdón, sobre las mutuas responsabilidades, sobre los desgarramientos de enfrentarse hermano contra hermano. Impresionada y conmovida por el mensaje y la calidad de su escritura la animé a seguir escribiendo, pero para entonces ella fundó el CEPREV, el Centro para la Prevención de la Violencia, y me confesó que ya no tenía tiempo para la literatura, que ese trabajo se había convertido en su vida y su compromiso fundamental.
Cuando me preguntan fuera del país, cómo es que Nicaragua no ha caído en la violencia de las maras y las pandillas que asola Centroamérica, yo no dudo en mencionar como elemento fundamental de este logro, el trabajo realizado por el CEPREV, bajo la conducción de Mónica Zalaquett. El CEPREV ha conducido en los barrios de Managua, cientos de talleres de reconstrucción de la identidad masculina a partir de la toma de conciencia del origen de las actitudes agresivas que sustentan el machismo. Los talleres han significado cambios radicales en el comportamiento violento de jóvenes pandilleros y pandilleras. Cientos de personas han logrado salir de ese ciclo de violencia y convertirse en ciudadanos dedicados a sus familias y a una cultura de paz.
Paradójicamente, una de esas personas era Samir Matamoros, el muchacho que disparó contra la manifestación de los miércoles frente al CSE. Managua es una ciudad pequeña y es difícil no enterarse de lo que sucede en el tejido social. El reclutamiento de jóvenes en los barrios para implementar la modalidad de lanzar contra la oposición grupos de choque, “sandinistas buenos” contra la “derecha maligna” ha sido una táctica puesta en práctica por el partido gobernante. Yo vi una camioneta repartir palos a jóvenes con pañoletas en la cara en las protestas contra la falsificación de los resultados electorales en las elecciones municipales de 2008. Amedrentar cualquier oposición con golpes, piedras y palos ha sido una política constante y se vio en Ocupa Inss, en el Tule, en Nueva Guinea. Esa política requiere sin duda de supuestos partidarios con licencia para actuar con impunidad. Los jóvenes desempleados son una cantera abundante para obtener este tipo de “voluntarios” Ese modus operandi del Orteguismo por supuesto que choca en los barrios contra el trabajo pacifista del CEPREV. De allí que el 19 Digital haya cerrado su nota sobre las absurdas declaraciones de Matamoros de que Mónica lo incitó a actuar con violencia, con una acusación irresponsable y sin fundamento basada en esa misma política de intimidación carente de escrúpulos. Decir de cualquier organización que “está “vinculada a organizaciones políticas de la derecha, con quienes planifican acciones criminales para intentar desestabilizar al país” no es sólo mal periodismo; es una real amenaza hecha con la clara intención de desprestigiar un trabajo loable y de intentar justificar la patraña tejida contra Mónica. Tan sin fundamento es esa acusación como la de Samir Matamoros. Como dice la máxima: “Por sus hechos los conoceréis” Los hechos eximen a Mónica y condenan sin duda a sus detractores. Hay que oponerse y denunciar este tipo de manipulaciones. Hay que denunciarlas no sólo por Mónica, sino también por Samir, un joven que intentó cambiar pero que ha sido puesto otra vez al servicio de la mentira y la violencia.
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