Ramón Eugenio Rodríguez
Al parecer los magistrados y magistradas de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) no tuvieron siquiera el reparo de recordar que el pasado 10 de diciembre del 2013, se conmemoraba un aniversario más del Día Internacional de los Derechos Humanos. Esa fecha aparece en el encabezado de la sentencia No. 30, en la que de forma escasísima -desde la argumentación fáctica y jurídica- se dicta “no ha lugar” a más de treinta recursos por inconstitucionalidad que se presentaron oportunamente contra la Ley No. 840 “Ley Especial para el Desarrollo de Infraestructura y Transporte Nicaragüense Atingente a El Canal, Zonas de Libre Comercio e Infraestructuras Asociadas”.
Bastaba que la Corte analizara con independencia la propia Constitución Política y la Ley 840, para comprobar todas las contradicciones entre ambas normas jurídicas; sin embargo, a todas luces se evidencia el apego vergonzoso del Órgano Judicial al Poder Legislativo y Ejecutivo. Queda pendiente la pregunta del colega que escribió “¿Qué significa fundamentar una sentencia? O del arte de redactar fallos judiciales sin engañarse a sí mismo y a la comunidad jurídica”. Agreguemos entonces, que manipulando los conceptos que citan de Lowenstein, Rousseau, Cabanellas, Burgoa…, creyeron motivar o razonar una sentencia. ¡Qué lejos está la CSJ de Themis!
A pesar de lo anterior, viene a cuenta no olvidar las palabras de Albert Camus: “aunque la lucha sea difícil, las razones para luchar continúan estando claras”. Una vez más, en este caso podrían jugar un rol protagónico las organizaciones de pueblos indígenas, al decidir si acuden, entre otras instancias internacionales, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a uno de los Órganos de Tratados de la Organización de las Naciones Unidas, o bien, al Relator especial sobre los derechos de los pueblos indígenas.
No debe olvidarse también que ya existe un precedente en la jurisprudencia interamericana, me refiero al Caso de la Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni Vs. Nicaragua (2001), en el que la Corte Interamericana ordenó al Estado de Nicaragua tener presente: “Para las comunidades indígenas la relación con la tierra no es meramente una cuestión de posesión y producción sino un elemento material y espiritual del que deben gozar plenamente, inclusive para preservar su legado cultural y transmitirlo a las generaciones futuras”.
Desde que la Ley 840 entró en vigencia, el Estado de Nicaragua desatendió sus obligaciones establecidas en las mismas normas del Derecho Interno y del Derecho Internacional; en este último ámbito, acaso el gobierno pensará que el “consentimiento previo, libre e informado” es tan solo un capricho de los pueblos indígenas. Ahí están los tratados ratificados por Nicaragua, entre otros, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Convenio No. 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales y, más recientemente, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. Para evitar las suspicacias de algunos, aclaro que al haberse agotado los recursos internos con este último fallo de la CSJ, se debe acudir a la vía internacional, no para plantear la inconformidad con la sentencia No. 30, sino más bien exponer en el proceso que se inicie, el incumplimiento del Estado al ordenamiento jurídico nacional e internacional, solicitar las medidas, reparaciones y garantías de no repetición que corresponden.
La sociedad Wang Jing-Ortega no podría evitar que el Estado sea declarado perdidoso en un litigio internacional que puedan conocer y resolver órganos que actúan con independencia, profesionalismo y respeto a la dignidad humana. ¿Por qué entonces la tozudez del Presidente Ortega con la idea de la construcción del canal en los términos hasta ahora dados a conocer? ¿Podrá él y sus asesores salir al frente de una resolución internacional que condene al Estado por daños irreversibles a la Madre Tierra, como dirían ellos mismos? En pocos días, Ortega contará con sus reformas de la Constitución, en cuyo arto. 5 dirá, entre otras cosas: “El Estado reconoce la existencia de los pueblos originarios y afrodescendientes, que gozan de los derechos, deberes y garantías consignados en la Constitución y en especial, los de mantener y desarrollar su identidad y cultura, tener sus propias formas de organización social y administrar sus asuntos locales; así como mantener las formas comunales de propiedad de sus tierras y el goce, uso y disfrute, todo de conformidad con la Ley. Para las comunidades de la Costa Caribe se establece el régimen de autonomía en la presente Constitución”. Es previsible que ni con el populismo del discurso oficial, los agentes del Estado logren explicar convincentemente a una instancia internacional, semejante incongruencia entre el proyecto canalero y las múltiples afectaciones que eso conlleva para los pueblos indígenas y la nación entera.
(*) Máster en Protección de los Derechos Humanos, UAH-España
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