El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

martes, 7 de octubre de 2014

Derrida, un pensador fuera de lo común



Cristina de Peretti




El 9 de octubre de 2014 se cumplen ya diez años de la muerte de Jacques Derrida (El-Biar [Argelia], 1930 – París, 2004), uno de los pensadores más relevantes de la segunda mitad del pasado siglo xx y que fue en vida, y sigue siendo tras su muerte, tan odiado, vituperado y temido por sus detractores y enemigos como querido, admirado y respetado por sus partidarios y amigos. Un pensador, en cualquier caso, extraordinario, no solamente en el sentido de sobresaliente, excepcional, sino también en el sentido de que era, literalmente, un pensador fuera de lo común, inusual, insólito: un filósofo «tentador» que —por seguir utilizando las palabras de Nietzsche— siempre mostró unos «gustos e inclinaciones distintos y opuestos a los tenidos hasta ahora» (Más allá del bien y del mal, Sección I, § 2) por sus congéneres filósofos. Empezando por el hecho de que, a diferencia de la mayor parte de estos, Derrida nunca quiso «crear escuela», como suele decirse; nunca aspiró a construir una doctrina, una teoría, un sistema de pensamiento, y siempre se negó a proporcionar a sus lectores un método, un conjunto de reglas y de procedimientos regulados, disponibles para poder ser aplicados con regularidad. Por eso mismo, el pensamiento de Derrida, su trabajo, sus textos, que nunca se dejan dominar por completo, no constituyen simplemente una serie de objetos de saber sino, antes bien, otras tantas experiencias, siempre fascinantes, que nos estimulan a pensar, a leer y a escribir de otro modo, cuando no también «a vivir de otra manera, y mejor. No mejor: más justamente» (Espectros de Marx, Editorial Trotta, 1995, p.12).

La férrea resistencia de Derrida a ejercer el tipo de magisterio arriba mencionado no pudo impedir sin embargo que, casi enseguida, el término «deconstrucción» quedase asociado indisolublemente a su nombre, ni tampoco que dicha palabra se malinterpretase con tanta frecuencia como una palabra-clave de su pensamiento, como un método de lectura y, por supuesto, como una operación crítica, negativa, que busca destruir. Ahora bien, muy al contrario, para Derrida el término «deconstrucción» que, según él asegura, habría que emplear preferiblemente en plural, tan solo forma parte de una cadena de otras posibles palabras que él utiliza «para designar, en resumidas cuentas metonímicamente, lo que llega o no llega a llegar, a ocurrir, es decir, una cierta dislocación que de hecho se repite con regularidad [...] en lo que se denomina clásicamente los textos de la filosofía clásica, por supuesto y por ejemplo, pero asimismo en cualquier texto, en el sentido general que trato de justificar para dicha palabra, es decir, en la experiencia sin más, en la ‘realidad’ social, histórica, económica, técnica, militar, etc. [...] ello ocurre, no espera a que finalice el análisis filosófico-teórico [...]: este es necesario pero infinito, y la lectura que esas fisuras hacen posible no sobrevuela jamás el acontecimiento; tan sólo interviene en él, está inscrita en él».i

A pesar de los incontables textos que escribió a lo largo de su vida (y de los que todavía quedan tantos cursos y seminarios por publicar), Derrida no se limitó a ser un escritor prolífico sino que asimismo fue un lector infatigable. Un lector incansable, escrupuloso y sin concesiones que leía todo tipo de textos —incluido el susodicho texto «en sentido general»— que en su mayor parte pertenecen a esa tradición metafísica occidental que en modo alguno él concibió nunca como una totalidad homogénea o idéntica a sí misma y que, sintiéndose heredero de ella, Derrida leyó, releyó y reescribió incansablemente, negándose a cambiar de terreno y, por ende, «repitiendo lo implícito de los conceptos fundadores y de la problemática original», sin intentar lo que para él no constituían sino rupturas bruscas y falsas salidas pero, a la vez, sin confirmarlo ni consolidarlo tampoco y «utilizando contra el edificio los instrumentos o las piedras disponibles en la casa, es decir, asimismo en la lengua» ii. Una lengua, en su caso la francesa («No tengo más que una lengua, que no es la mía», afirma —nada más comenzar El monolingüismo del otro iii — este pensador al que, a lo largo de toda su vida y de todo su pensamiento, acompaña siempre un perpetuo sentimiento de exterioridad y de alteridad con respecto a toda suerte de identidad, de comunidad y de pertenencia), que ama profundamente, que domina a la perfección pero a la que, sin embargo, no duda en someter, sin miramientos y con un auténtico virtuosismo, a todo tipo de distorsiones, de convulsiones y de —¿por qué no llamarlo así?— combustiones tanto a nivel semántico como a nivel sintáctico.

No de otra forma, de hecho, concibe Derrida la herencia, la manera de heredar, la suya pero también la manera como quiere que se le herede; no de otra forma que no sea reinventando el legado, transformándolo, llevándolo «a parar a otro sitio» y haciéndolo «respirar de otra manera»iv con el fin de renovarlo y de enriquecerlo, y mostrando así, precisamente por fidelidad a lo heredado, cierta infidelidad hacia este. «No hay fidelidad posible para alguien que no pudiese ser infiel»v, asegura Derrida. Porque la herencia, al igual que cualquier otra clase de promesa, no constituye un simple horizonte de espera y, por eso mismo, siempre corre inevitablemente el riesgo de no ser refrendada, de no ser cumplida, de ser traicionada o pervertida. Quizás.

Así es como el adverbio «quizás», ese adverbio tan nietzscheano, que denota la duda, la posibilidad de que algo ocurra o no ocurra, se convierte a su vez en uno de los «términos» o, si se prefiere, en una de las «categorías» que recorren de arriba abajo el pensamiento derrideano. Un pensamiento cuyo mayor deseo consiste, así lo aseguró siempre Derrida, en cierta experiencia de lo imposible o, por decirlo también con otras palabras suyas, de lo incondicional: un pensamiento pues que, al cifrar la justicia (totalmente heterogénea al derecho pero, a la vez, indisociable de este) en el respeto incondicional a la singularidad absoluta, inalienable e inanticipable del otro, es capaz de pensar y de soportar el acontecimiento, lo por venir, es decir, de aceptar y afirmar incondicionalmente la venida del otro o de lo otro radicalmente distinto y desconocido por completo; pero un pensamiento asimismo que entiende que solo cuando hay indecidibilidad, esto es, cuando no es posible cálculo alguno, cuando no se cuenta con ninguna norma, con ningún programa, con ningún saber, es cuando se pueden tomar unas decisiones y asumir unas responsabilidades «dignas de ese nombre».

«Derrida, un pensador fuera de lo común», reza el título de este texto conmemorativo de su muerte que también quiere rendirle un merecidísimo homenaje a este pensador que nunca quiso crear escuela, que siempre fue alérgico a todo tipo de «fusión identificadora»vi y que, a pesar de su indiscutible renombre y de su generosidad y hospitalidad sin par, siempre se sintió extremadamente solo. Ahora bien, como tan acertadamente afirma Jean-Luc Nancy, ese otro gran pensador y amigo suyo, en «esa gran soledumbre [...] experimentaba aquello que él se negaba a nombrar comunidad o fraternidad, pero que quería llamar amistad, nombrando la soledumbre compartida».vii

i Points de suspension. Entretiens, Galilée, París, 1992, pp. 367-368.

iiMarges de la philosophie, Minuit, París, 1972, p. 162.


iii Le monolinguisme de l’autre, Galilée, París, 1996, p. 13.

iv ¡Palabra! Instantáneas filosóficas, Editorial Trotta, Madrid, 2001, p. 47.

v Ibid.

vi Sauf le nom, Galilée, París, 1993, p. 38.

vii À plus d’un titre. Jacques Derrida, Galilée, París, 2007, p. 35 (próxima publicación en Editorial Trotta).

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