“Hubiera deseado vivir y morir en libertad, es decir, sujeto a la ley de tal forma que ni yo ni nadie pudiese sacudir ese honorable yugo”. Juan Jacobo Rousseau (Discurso sobre el origen de la desigualdad)
La libertad —la capacidad de optar racionalmente— solo es concebida como libertad bajo la ley. La pregunta en nuestro país, es: ¿cuál ley, quiénes hacen esa ley, al servicio de quién o quiénes está esa ley, para qué sirve esa ley?
La ley no es solo considerada como la necesaria protección de la libertad individual frente a la imposición de los demás, sino también como una adecuada salvaguardia contra la opresión gubernamental.
John Locke dice que “el fin de la ley no es abolir o restringir la libertad, sino preservarla y extenderla”.
Esta confianza en la ley como una salvaguardia de la libertad ha dado paso a la instrumentalización del derecho para abolir la libertad, siendo en los últimos tiempos y en países autoritarios, el instrumento más poderoso para lograr ese propósito.
Las distinciones entre un gobierno de leyes y un gobierno de hombres, así como el concepto del imperio de la ley han perdido gran parte de su valor.
En Nicaragua se asesinó conjuntamente a Montesquieu con su teoría de la separación de los poderes del Estado y a Hans Kelsen con su teoría de la pirámide normativa, de la Constitución Política como norma suprema.
Aquí “hay y no hay” Constitución; el asunto es “a la carta” en cuanto a los derechos y libertades que dejamos consignados en la Constitución aprobada en 1987.
Sirve esta en función del poder absolutista del actual mandatario, pero no sirve para garantizar a la ciudadanía el respeto a sus derechos humanos más elementales, mucho menos garantizar a la oposición política sus espacios de expresión y manifestación, propios de un país civilizado.
Por supuesto que en el corazón de este “modelo” late el más radical de los autoritarismos.
La ley es en el sentido tradicional aquella norma que se refiere a un número indeterminado de casos futuros. Ello implica que el legislador desconoce quiénes serán las personas concretas que serán beneficiadas o perjudicadas por la norma.
Significa que esas normas no deben contener nombres propios ni referencias a fechas, personas o lugares, o puntos especiales o temporales, fuera de la mención de la fecha a partir de la cual serán aplicadas y cuando esto se requiera en donde han de aplicarse, esto significa que no debe haber leyes con dedicatorias, así como no debe haber reformas a la Constitución Política, para satisfacer las ambiciones de poder de sujeto alguno.
A esas características de las verdaderas leyes como normas generales o universales, hay que agregar que esas normas generales para ser leyes verdaderas no deben hacer distinción entre clases de personas por diversas causas.
Esas normas no deben crear privilegios ni discriminaciones. Hemos venido perdiendo ese sentido de igualdad jurídica desde el momento mismo que el máximo tribunal de justicia, la Corte Suprema de Justicia, fue partidarizado en beneficio de un ciudadano para superponerlo sobre la nación como a un superman, único, imprescindible y capaz de pervertir todas las reglas del sistema jurídico en su beneficio.
La nación nicaragüense es, hoy por hoy, rehén de un sistema de justicia que ha prostituido su objetivo supremo de trabajar por el imperio de la ley y el derecho, para servir a una camarilla ambiciosa de poder y de enriquecimiento fácil.
El andamiaje jurídico institucional en que se asienta el Estado ha sido destruido, para devenir en una suerte de poder monárquico donde la voluntad del caudillo está por encima de todo.
Este no es el país para vivir y morir en libertad pues sigue siendo una nación de ciudadanos “protegidos” y “desprotegidos” por los que administran la ley. El autor es diputado al Parlacen.
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