Daniel Ortega ha dejado claro en Nicaragua que el poder solo se retiene a la fuerza. No importa la opinión ciudadana ni el respeto a las instituciones democráticas. Quien tiene el monopolio de la violencia, tiene el poder.
Nicaragua es un país pacífico, a pesar de las guerras que lo desangraron: la de la lucha guerrillera contra el somocismo, principalmente a finales de los setenta, y la de contras y sandinistas en los ochenta, financiada por Estados Unidos, por un lado, y los satélites soviéticos por el otro. Es un país pacífico, sin el problema de la "guerra" entre pandillas que desangra a Guatemala, El Salvador y Honduras y, hasta ahora, con instituciones policial y militar respetuosas de las leyes, los derechos de los ciudadanos y reacias al uso de la "mano dura".
La madrugada del sábado 22 de junio, sin embargo, esa independencia de la Policía Nacional, comandada por una mujer, Aminta Granera, quedó en entredicho. Un grupo de ancianos que desde hace años protestan demandando una mísera pensión de 50 dólares al mes por toda una vida de trabajo, encontró eco la semana pasada en una sociedad reacia a la confrontación. Decenas de jóvenes se organizaronpara apoyar a los “viejitos”, como cariñosamente los llaman, y de forma pacífica, con música y haciendo uso de las redes sociales, levantaron un movimiento que desde el fin de la guerra no se veía en este pequeño país de lagos y volcanes. El movimiento #OcupaINSS, sin banderas políticas, desnudaba al Gobierno de Ortega, de discurso populista a favor de los pobres, y eso cabreó al Comandante.
La primera reacción fue expulsar a la fuerza, de noche y mientras dormían, a los ancianos que habían tomado la sede del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social, un edificio que se levanta en la zona de Managua devastada por un brutal terremoto hace ya más de 40 años, y que se convirtió en el símbolo de la protesta de los “viejitos”. Oficiales de la policía cargaron contra los ancianos y los expulsaron violentamente. Los viejos, curtidos ya por los desmanes de políticos como Daniel Ortega —que han abundado en la historia nicaragüense— se envalentonaron y regresaron a las cercanías del INSS. Desde ahí, su protesta creció y atrajo a decenas de jóvenes, estudiantes la mayoría, que hicieron suya la manifestación. “¡Aquí no hay partidos políticos, solo el pueblo unido!”, gritaban.
Pero la matonería no entiende del derecho a la reivindicación social. Ortega —que desde su regresó al poder ha mermado la débil institucionalidad de Nicaragua, destruido a la mediocre oposición, comprado los medios de comunicación, amenazado a periodistas independientes y secuestrado la Corte Suprema y el Tribunal Electoral— demostró su férreo control de la Policía Nacional, que se unió a los grupos paramilitares del Gobierno —llamados cariñosamente por el oficialismo como la Juventud Sandinista— para demostrar que el poder en Nicaragua se ejerce con violencia y que nadie puede elevar su voz para exigir un derecho o demostrar sus diferencias con el oficialismo. Centenares de encapuchados asaltaron la madrugada del sábado, como delincuentes contratados por una mafia, el campamento donde los jóvenes y ancianos mantenían una vigilia, y en lugar de la pensión que demandan, les entregaron una golpiza brutal.
Se les olvidó a Daniel Ortega, su esposa y todopoderosa jefa de Gabinete, Rosario Murillo, y a la jefa policial, Aminta Granera, que en su juventud ellos también marchaban contra los desmanes del somocismo, que en aquella época mantenía sus grupos de choque y el monopolio de la matonería política. Se le olvidó al comandante Ortega que fue echado del poder en 1990 por una sociedad cansada de la guerra y la violencia. Y se le olvidó que él regresó al poder en democracia, por la voz de los votantes, en 2007. Desde entonces, ha formado un estado marero: ha armado a jóvenes en los barrios a los que envía a cualquier manifestación contraria al régimen, cuyo trabajo es intimidar y reventar a golpes a quien proteste; ha convertido a la policía en un brazo represivo a sus órdenes y al sistema judicial en una mafia que premia o castiga de acuerdo los mensajes que llegan desde la residencia localizada en el parque El Carmen de Managua, hogar de Ortega, secretaría del FSLN y sede presidencial.
Para muchos de los jóvenes que la semana pasada acompañaban a los ancianos, los cuidaban y cantaban a su lado, el somocismo es un cuento viejo y la guerra de los ochenta prácticamente no significa nada. Ellos nacieron en democracia, muchos de ellos, de clase media, hablan muy bien inglés y están hiperconectados e informados de los cambios políticos en el mundo. La golpiza del sábado fue, para muchos, su pérdida de la inocencia política y el reconocimiento de un régimen que los ve como sus enemigos. Estos jóvenes comprenden desde hoy, por lo que se ve en las redes sociales, que su libertad de expresarse ha sido secuestrada, y que un grupo de matones financiados desde el Estado, tienen licencia para golpearlos si protestan. Al mandar a sus matones a apalear a unos ancianos indefensos, Daniel Ortega ha encendido en ellos la chispa de la indignación. Ariana, una muchacha de sonrisa coqueta, lo resumió así en su cuenta de Twitter: “Esta es la causa, estos son sus y nuestros derechos, estos son nuestros adultos mayores y este es nuestro país”.
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