Enfrentarse
a la suspensión de pagos
Paul Krugman, profesor
de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
Es
posible que los republicanos hayan decidido elevar el techo de la deuda sin
poner condiciones (los detalles no están claros todavía). Tal vez este sea el
final de su particular táctica de extorsión, pero también puede que no lo sea
porque, en el mejor de los casos, sólo estamos contemplando una ampliación a
muy corto plazo. La amenaza de llegar a ese límite sigue estando ahí, especialmente
si la estrategia del bloqueo sigue volviéndose en contra del Partido
Republicano.
¿Y
qué opciones tenemos si tocamos techo? Como podrán suponer, son todas malas, de
modo que la pregunta es cuál de las malas opciones haría menos daño.
Ahora
bien, el Gobierno insiste en que no hay ninguna alternativa, que si alcanzamos
el techo de la deuda, la Administración de EE UU dejará de pagar todos sus
gastos. Muchas personas, incluso las que apoyan al Gobierno, sospechan que esto
no es más que lo que los funcionarios tienen que decir en este momento, que no
pueden darles a los republicanos ninguna excusa para restarle importancia a la
gravedad de lo que están haciendo. Pero supongamos que es verdad. ¿Cómo sería
una suspensión de pagos total?
Un
informe del Departamento del Tesoro del año pasado indicaba que si se alcanzaba
el techo de la deuda, entraríamos en un “régimen de retraso en los pagos”: las
facturas, entre ellas las de los intereses devengados de la deuda federal, se
pagarían en el orden en que se recibiesen, a medida que se dispusiese de
efectivo. Dado que las facturas recibidas cada día superarían los ingresos de
efectivo, esto se traduciría en retrasos cada vez mayores. Y esto generaría una
crisis financiera inmediata, porque la deuda de EE UU —hasta ahora considerada
el activo seguro por excelencia— se recalificaría y pasaría a ser un activo en
situación de impago, lo que posiblemente obligaría a las instituciones
financieras a vender sus bonos del Tesoro y a buscar otras formas de garantía.
La
perspectiva da miedo. Hay muchísimas personas —sobre todo economistas de
tendencias republicanas, aunque no solo ellos— que han insinuado que el
Departamento del Tesoro podría, en lugar de eso, “establecer prioridades”:
podría pagar todo lo correspondiente a los bonos, de modo que toda la carga de
la escasez de efectivo recayese en otras cosas. Y al decir “otras cosas” nos
referimos principalmente a la Seguridad Social, Medicare y Medicaid, que
representan la mayor parte del gasto federal que no se dedica a la defensa y el
pago de intereses de la deuda.
Quienes
abogan por priorizar el gasto parecen creer que todo irá bien mientras se
paguen los intereses. Déjenme darles cuatro razones por las que se equivocan.
En
primer lugar, la Administración de EE UU seguirá estando abocada a la
suspensión de pagos, incapaz de cumplir con la obligación legal de pagar sus
deudas. Se podría argumentar que cosas como los cheques de la Seguridad Social
no son lo mismo que los intereses devengados de los bonos porque el Congreso no
puede negarse a pagar una deuda, pero sí puede, si así lo decide, aprobar una
ley que reduzca las prestaciones. Pero el Congreso no ha aprobado dicha ley y,
hasta que lo haga o a menos que lo haga, las prestaciones de la Seguridad
Social tienen la misma condición de inviolables que los pagos a los inversores.
En
segundo lugar, dar prioridad al pago de los intereses reforzaría el terrible
precedente que sentamos tras la crisis de 2008, cuando se rescató a Wall
Street, pero los propietarios de viviendas y los trabajadores en apuros
recibieron poco o nada. Una vez más, estaríamos dando a entender que el sector
financiero recibe un trato especial porque, de no recibirlo, puede amenazar con
paralizar la economía.
En
tercer lugar, los recortes del gasto darían lugar a muchas penurias económicas
si se prolongasen, por poco que fuese. Piensen en los beneficiarios de Medicare
rechazados por los hospitales porque la Administración no paga las facturas.
Por
último, aunque establecer prioridades podría evitar una crisis financiera
inmediata, seguiría teniendo unos efectos económicos devastadores. Nos
enfrentaríamos a un recorte del gasto inmediato y comparable aproximadamente al
hundimiento de la inversión en vivienda que tuvo lugar tras el estallido de la
burbuja, hundimiento que fue la principal causa de la Gran Recesión de
2007-2009. Eso por sí solo seguramente bastaría para conducirnos a una
recesión.
Y
la cosa no acabaría ahí. Cuando la economía de EE UU entrase en recesión, la
recaudación fiscal caería en picado y la Administración, incapaz de conseguir
préstamos, se vería obligada a aplicar una segunda tanda de recortes del gasto,
lo que agravaría la crisis económica, reduciría los ingresos todavía más y así
sucesivamente. De modo que, aunque nos librásemos de una debacle financiera
como la de Lehman Brothers, seguiríamos expuestos a una crisis económica peor
que la Gran Recesión.
¿Y
hay alguna otra alternativa? Muchos expertos legales opinan que hay otra
opción: de un modo u otro, el presidente podría sencillamente optar por
desobedecer al Congreso y hacer caso omiso del límite de endeudamiento.
¿No
sería esto una infracción de la ley? Puede que sí, puede que no; hay diferencia
de opiniones. Pero incumplir las obligaciones federales también es una infracción
de la ley. Y si los republicanos de la Cámara presionan al presidente hasta
ponerlo en una situación en la que tiene que infringir la ley haga lo que haga,
¿por qué no elegir la opción que menos perjudique a Estados Unidos?
Eso,
por supuesto, causaría mucho revuelo y probablemente muchos problemas legales,
aunque si yo fuese republicano, lo que de verdad me preocuparía es entablar una
demanda contra el Gobierno para impedir que pague las facturas hospitalarias de
los ancianos. Así y todo, como he dicho, no hay ninguna opción buena.
¿Y
qué pasará cuando alcancemos el techo de la deuda, si llega a ocurrir?
Esperemos no averiguarlo.
Cinco años
en el limbo
Joseph E.
Stiglitz premio Nobel de Economía, es catedrático de la Universidad de
Columbia.
Aparentemente,
cuando el banco de inversión estadounidense Lehman Brothers colapsó en 2008 y
detonó la peor crisis financiera desde la Gran Depresión, se formó un amplio
consenso sobre la causa de la crisis.
Un
sistema financiero inflado y disfuncional había asignado incorrectamente el
capital y en vez de gestionar el riesgo, lo creó.
La
desregulación financiera —junto con el dinero barato— contribuyó a una excesiva
toma de riesgos. Y la política monetaria sería relativamente ineficaz para
revivir la economía, incluso si se lograba evitar el colapso total del sistema
financiero con dinero aún más barato. Por tanto, sería necesaria una mayor
dependencia de la política fiscal (un mayor gasto público).
Cinco
años más tarde, mientras algunos se felicitan a sí mismos por evitar otra
depresión, nadie en Europa o Estados Unidos puede afirmar que la prosperidad ha
regresado. La Unión Europea está empezando a emerger de la recaída en la
recesión (y en algunos casos, de una doble recaída), mientras que algunos
Estados miembros están en depresión. En muchos países de la UE, el PIB se
mantiene por debajo, o insignificantemente por encima, de los niveles previos a
la recesión. Casi 27 millones de europeos están en el paro.
Algo
similar ocurre en Estados Unidos: 22 millones de personas que desean un empleo
a tiempo completo no logran encontrarlo. La tasa de actividad en la fuerza de
trabajo estadounidense ha caído a niveles que no se veían desde que las mujeres
comenzaron a ingresar en el mercado laboral de forma masiva. El ingreso y la
riqueza de la mayoría de los estadounidenses se encuentran por debajo de
niveles muy anteriores a la crisis. De hecho, la renta típica de un trabajador
masculino a tiempo completo es menor que hace más de cuatro décadas.
Sí,
hemos hecho algunas cosas para mejorar los mercados financieros. Ha habido
algún aumento en los requisitos de capital, pero mucho menos de lo necesario.
Algunos de los derivados más arriesgados —las armas financieras de destrucción
masiva— han sido incluidos en las Bolsas de valores. Eso ha aumentado su
transparencia y ha reducido el riesgo sistémico, pero aún se negocia un elevado
volumen en opacos mercados no organizados, lo que significa que sabemos poco
sobre la exposición al riesgo de algunas de nuestras mayores instituciones
financieras.
De
igual manera, se ha puesto freno a algunas prácticas crediticias predatorias y
discriminatorias y a comportamientos abusivos de las tarjetas de crédito, pero
todavía sobreviven conductas con el mismo nivel de explotación. Los trabajadores
pobres continúan siendo explotados demasiado a menudo a través de anticipos
salariales con intereses de usura. Los bancos que dominan el mercado aún
obtienen elevadas tarifas por las transacciones con tarjetas de débito y
crédito a los comerciantes, quienes se ven obligados a pagar varias veces el
precio que toleraría un mercado verdaderamente competitivo. Esto es,
sencillamente, un impuesto que enriquece las arcas privadas en vez de
destinarse a propósitos públicos.
Otros
problemas continúan sin ser tratados y algunos han empeorado. El mercado
hipotecario estadounidense aún sigue conectado a un respirador: el Gobierno
ahora asegura más del 90% de las hipotecas y la Administración del presidente
Barack Obama ni siquiera ha propuesto un nuevo sistema que garantice préstamos
responsables con términos competitivos. El sistema financiero se ha concentrado
aún más, algo que exacerbó el problema de los bancos, que no solo son demasiado
grandes y están demasiado interconectados y correlacionados para caer, sino que
también son demasiado grandes para ser gestionados y para pedirles
responsabilidades. A pesar de un escándalo tras otro, desde lavado de dinero y
manipulación del mercado hasta discriminación racial en los créditos y las
ejecuciones hipotecarias ilegales, ningún funcionario de alto nivel ha sido
señalado como responsable; cuando se impusieron sanciones financieras, fueron
mucho menores de lo necesario, no fuera a ser que las entidades sistémicamente
importantes pudieran verse en peligro.
Las
agencias de calificación de riesgo han sido declaradas responsables en dos
juicios privados. Pero también en este caso lo que pagaron fue una fracción de
las pérdidas que causó su actuación. Algo más importante aún, el problema
subyacente —un sistema de incentivos perversos en el que reciben dinero de las
empresas a las que califican—, aún debe cambiar.
Los
banqueros presumen de haber pagado totalmente los fondos de rescate que
recibieron del Gobierno cuando comenzó la crisis. Pero nunca parecen mencionar
que cualquiera que hubiera recibido enormes créditos gubernamentales a tasas de
interés cercanas a cero podría haber ganado miles de millones con el mero hecho
de prestar nuevamente ese dinero al Gobierno. Tampoco mencionan los costosos
impuestos al resto de la economía: una pérdida acumulada del producto en Europa
y EE UU que supera largamente los 5 billones de dólares.
Mientras
tanto, resultó que quienes sostuvieron que la política monetaria no sería
suficiente estaban en lo cierto. Sí, todos fuimos keynesianos, pero durante
demasiado poco tiempo. El estímulo fiscal fue reemplazado por la austeridad,
con efectos adversos predecibles —y predichos— sobre el desempeño de la
economía.
Hay
en Europa quienes están contentos porque la economía puede haber tocado fondo.
Con el regreso del crecimiento del producto, la recesión —definida como dos
trimestres consecutivos de contracción económica— oficialmente ha terminado.
Pero sin importar cómo se la mire en busca de resultados significativos, una
economía en la cual los ingresos de la mayoría de la gente se encuentran por
debajo de sus niveles previos a 2008 aún está en recesión. Y una economía en la
cual el 25% de los trabajadores (y el 50% de los jóvenes) están desempleados
—como ocurre en Grecia y en España— continúa deprimida. La austeridad ha
fracasado y no hay perspectivas de un pronto regreso al pleno empleo (no
sorprende que las perspectivas para EE UU, con su versión más limitada de la
austeridad, sean mejores).
El
sistema financiero puede ser más estable que hace cinco años, pero eso implica
un bajo listón: en aquel momento se tambaleaba al borde del precipicio. Quienes
se felicitan a sí mismos en el Gobierno y el sector financiero por el regreso
de los bancos a la rentabilidad y por las tibias —aunque difíciles de
conseguir— mejoras regulatorias deben centrarse en lo que todavía resta por
hacer. Solo un cuarto del vaso está, como mucho, lleno; para la mayor parte de
la gente, las tres cuartas partes están vacías.
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