En 1976, durante el estreno de una película en México, Mario Vargas Llosa tumbó de un puñetazo en la cara aGabriel García Márquez. Hasta entonces, los dos habían sido grandes amigos, incluso vecinos en el barrio barcelonés de Sarriá, y a su alrededor se había formado el movimiento literario del 'boom'. Ese día se rompió su amistad. Nunca explicarían las razones del puñetazo. Tampoco volverían a verse.
Los latinoamericanos que nacimos por esos años crecimos en mundo dividido entre los partidarios de uno y otro, como si se tratase de dos equipos de fútbol. García Márquez defendía la Revolución Cubana. Vargas Llosa, la democracia de partidos. García Márquez encarnaba el exotismo latinoamericano y el pensamiento mágico. Vargas Llosa era un novelista realista, frecuentemente urbano, y un intelectual racionalista. García Márquez usaba guayabera. Vargas Llosa, traje y corbata.
Pero los dos equipos nunca estuvieron parejos. Más bien, como el Madrid galáctico y el Barcelona de Guardiola, vivieron su gloria en momentos diferentes.
Durante mi infancia, escuché millones de veces a mis tíos intelectuales de izquierda odiando a Vargas Llosa. En cambio, de García Márquez lo adoraban todo. Para estos señores con gafas de carey y barbita estilo Che Guevara, García Márquez era mucho más que un escritor: era un modelo de vivir y de pensar, incluso de hablar. Y en un país sin 'best sellers' ni clase media, ellos eran los únicos lectores.
En consecuencia, todo latinoamericano quería escribir como García Márquez. Las novelas se poblaron de personajes voladores, espíritus y sabor tropical. Aún hoy, la única latinoamericana leída en todo el planeta, Isabel Allende, es una heredera de esa forma de escribir.
Hasta que ocurrió lo que nadie esperaba. Lo irreal. Lo mágico: cayó el muro de Berlín.
De un día para otro, se volvió mentira todo lo que los intelectuales latinoamericanos habían defendido por décadas. El sistema soviético desapareció. Cuba entró en el terrible periodo especial, y dejó de ser una utopía y una esperanza para convertirse en una vulgar dictadura. Mis tíos se afeitaron y se pusieron corbatas. Abandonaron sus ONG y montaron empresas. La mayoría se divorció. La democracia que hasta entonces habían llamado 'burguesa' y 'decadente' era ahora la única que quedaba. Y su principal gurú era el outsider de cinco minutos antes: Mario Vargas Llosa.
La literatura, por supuesto, no fue ajena a estos cambios. A mediados de los años noventa, apareció una antología de nuevos narradores latinoamericanos editada por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez. La crítica la recibió con escándalo: estos recién llegados contradecían todo lo que había sido la narrativa hasta entonces. Eran capitalinos, urbanos, realistas y bebían de la cultura pop, incluso de Hollywood. El título de la antología era una provocación: 'McOndo', como McDonalds.
El tsunami alcanzó también el extremo Norte de la región. En México, autores como Jorge Volpi e Ignacio Padilla formaron el 'crack', un movimiento que escribía novelas ambientadas en las guerras mundiales, la Unión Soviética o el Himalaya. Los latinoamericanos se negaban de plano a ser exóticos, mágicos, incluso políticos.
Han pasado veinte años desde entonces, y el mundo está irreconocible. En toda América Latina -menos Cuba- rigen democracias de partidos. Los antiguos guerrilleros participan en elecciones, y hasta las ganan. La industria editorial sufre crisis en España y crece del otro lado del océano. Los escritores de la región son masivamente realistas.
Pero algo no ha cambiado: los dos viejos enemigos mantienen trayectorias opuestas. El fin de Gabriel García Márquez coincide con el máximo esplendor de Mario Vargas Llosa: la recepción del Nobel y la inauguración del premio literario bienal que lleva su nombre.
Algunos han querido ver en este azar un triunfo final cuarenta años después de la pelea. Para mí, más bien, es momento de recordar lo que ocurrió antes, cuando los dos juntos lo cambiaron todo, hasta convertirse en símbolos de momentos históricos sucesivos.
Gabriel García Márquez encarnó como nadie el sueño latinoamericano de nuestros padres, y de hecho, inspiró a muchos de los presidentes que hoy gobiernan nuestros países. Incluso para oponernos a él, los autores posteriores lo hemos tomado como referencia. Gracias a él sabemos quiénes somos. Y sólo con él se puede entender todo lo que significó el siglo XX para América Latina.
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