El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 2 de febrero de 2014

“La gloria eres tú”



Onofre Guevara López


Cuando llegó a mis manos la novela inédita “La gloria eres tú”, de Manuel Martínez, recordé que la lucha revolucionaria, la insurreccional, la guerra Contra y las dificultades en la construcción de una sociedad diferente a la conocida y justamente rechazada, es una fuente de temas para la recreación literaria poco aprovechada. O sea, que casi está inexplorado y explotado la realidad los conflictos humanos en la lucha por el cambio de la misma, sin tener que serle fiel como un espejo, ni tan traicionero como un espejismo.

Conozco, como máximo, una docena de libros entre las novelas de escritores profesionales y libros testimoniales de escritores espontáneos, como sus libretos particulares en los respectivos escenarios políticos y políticos en los cuales les tocó actuar. Pero también están las 2.447 páginas de los cuatro tomos de las “Memorias de la lucha sandinista” recogidas por Mónica Baltodano, con las 166 confesiones de personas que reprodujeron a su vez las vivencias, multiplicadas, quién sabe por cuántos centenares más, pues no hay actividad individual en ninguna de las formas de la lucha social y bélica. En esos testimonios la mística sigue indemne, el idealismo virgen como siempre y el egoísmo soterrado bajo los anhelos vivos por la justicia de los combatientes dispuestos a conseguirla, incluso con la propia muerte, y de las muertes ajenas que, en definitiva, son los fatales resultados de toda guerra.

En uno de esos testimonios de las muchas mujeres combatientes, el amor a la causa y al género complementario llegó, incluso, a convertirse en amor a un enemigo. En el tomo IV de las memorias recopiladas por Mónica (2012), hay un testimonio de ello: en los días finales de la lucha insurreccional, y cuando en Carazo ya había acciones unitarias de las tendencias en que se dividió el FSLN, dos varones y una mujer –la del testimonio— participaron en un operativo para rescatar de la cárcel de Granada a tres de sus compañeras presas. Previas a tareas de observación y vigilancia de María Torres, y después del primer intento fallido, ella dice que “…al día siguiente entramos e hicimos una toma rápida. Encañonamos a los guardias, y a mí me tocó quedar apuntándoles, mientras Miguel (Cieza) los amarraba. Cuando salió María Teresa (Medina), le pedí que cortara los alambres de comunicación. Le dije que fuera a traer a las otras dos, pero entonces me dijo que una de ellas no quería salir (…) porque estando prisionera se enamoró de uno de los guardias, y se quedó allí.”

Al llegar el triunfo de la revolución, Ondina Arévalo salió de la cárcel física, pero no de la cárcel amorosa; su amor guardia quedó preso, y ella comenzó a gestionar su libertad hasta que lo sacó de la cárcel, y “ambos vivieron su vida normalmente. Hace poco murió Ondina”, dijo María Torres. ¿Qué hubo de pasar, para que una probada colaboradora del Frente, que se jugaba la vida prestando su casa para dar seguridad incluso a dirigentes de la revolución, se enamorara de tal forma de un enemigo, que prefirió la cárcel a la libertad? Un buen tema que un novelista sabría explicar con una ficción lo que la razón no puede hacer. Menos ahora que la protagonista de ese arrebato de amor por su carcelero, ya murió.

Los dramas en la novela de Martínez, son de la otra etapa. Tienen una dosis de ficción que no parece ser muy determinante, al menos no muy necesaria, porque no hay en su narración nada que se distinga mucho de la realidad nicaragüense de los años ochenta, aunque sus personajes sean ficticis. Sus protagonistas son combatientes –mujeres y hombres— comenzando a vivir como presente la guerra fratricida. Viviendo, pues, un triunfo que no trajo la paz.

Son los días cuando comienzan a disiparse las penurias de la guerrilla y la clandestinidad, y con el poder, en cada quien despierta su alter ego ansioso de poder gozar al máximo, o más de lo humanamente normal y necesario, los deseos postergados, en tanto los ideales de justicia empiezan a desdibujarse para dejar espacio a los egoísmos. Entre los personajes, Ofelia y Josué ven su amor frustrarse, primero, porque apenas empezaba después de un reencuentro casual se da la aparición de Leandro, el viejo amor de Ofelia, a quien suponían muerto, y se juntan. Josué lo siente, pero no hace un drama de eso, dado que él conocía la relación de Leandro con Ofelia, desde cuando ambos eran vecinos en Monseñor Lezcano.

Pasa el tiempo, Leandro se suicida, Ofelia se vuelve a verse con Josué, hacen un paseo al mar y cuando se supone que todo está dispuesto para un final feliz, no ocurre nada entre ellos, y Ofelia, sorpresivamente, decide regresar a Managua. Josué pasa días sin verla, y cuando decide buscarla solo encuentra su casa vacía. Un vecino le informa que ella se había marchado con su tía a los Estados Unidos.

En el curso de la novela homónima del universalmente conocido bolero de José Antonio Méndez, se encuentran personajes que viven entre borracheras, en desenfreno sexual y entre traiciones dentro del creciente burocratismo revolucionario, mientras son otros entonces a quienes les toca morir en la guerra de la Contra. Son personajes de ficción, pero fácilmente identificables, porque apenas están les cubre el disfraz de sus nombres ficticios. Por ejemplo, quien antiguo guerrillero y ahora jefe, que se creía dueño de toda mujer que miraba y la conseguía no con sus encantos personales, sino con el abuso de su poder. Cuando encuentra a una mujer que le atrae demasiado, no vacila en deshacerse del enamorado de ella, mandándole de servicio a lugares alejados o al frente de guerra para darse la oportunidad de conquistar a la mujer.

Como en toda novela, campea la metáfora, y en este caso, la de Martínez no es de menor importancia. Eso se nota en todas las páginas de su novela, aunque en el mero final la utiliza para simbolizar la ingenuidad del pueblo, confiando aún en una revolución ya fracasada: “Los pobres no saben que Carlos Marx ha muerto”, escribe Martínez.

Y en las últimas líneas de la novela hace la metáfora de una sociedad en desolación después del fracaso revolucionario, reflejada en un Josué alcoholizado después del inexplicable y repentino abandono que Ofelia le hizo a él y a su país: “Era tarde, ya de noche. Y ebrios, abandonaron el restaurante, mientras en la ciudad la vida y las calles dormían”.

No sé si a sus futuros lectores les gustará. A mí sí.





Managua, 08/08/2013.

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