CARTA A LUIS
ROCHA, EN NICARAGUA
Te escribo desde el
aire, Luis, volviendo de ver
Nicaragua, por fin, mi
ilusión de muchacho
lírico, lo que había
detrás de aquel acento
en voces de poetas que
me colonizaban
ayudando a mi voz a
sentir el calor
de lo nombrado, el
jugo de la vida en la lengua.
Nadie esperaba
entonces que un día en esa magia
llegara a haber
combate y muerte, rebeldía
de pobres oprimidos,
milagro de victorias.
A veces los poetas
quedamos abrumados
por lo que fue voz
nuestra, vuelto contra nosotros:
dichoso y raro el que
es digno de su palabra
cuando llega a
probarle el ángel de la historia.
Hoy tengo que decirlo:
Nicaragua me ofrece,
tras de aquel viejo
son, otra lección más alta:
yo nunca había visto
la cara de los pobres
con fulgor de
esperanza, en lucha tras las muertes;
no les había oído
conquistar un lenguaje
como a tientas,
probándose altos vocabularios
de nuevas entidades,
decisiones, ideas.
Aquí pasó algo siempre
increíble: un pequeño
pueblo inerme y
hundido venció a su dueño armado,
al siervo de otros
siervos de la máquina fría
del capital en marcha,
la acumulación ciega
que devora a los
hombres para crecer, haciéndolos
esclavos del supremo
Faraón automático,
levantando pirámides
inútiles con su hambre
para redondear la
ganancia final.
Porque a eso va
marchando -Si Dios no lo remedia
con hombres como he
visto ahora, y otros hombres
de otros países y años,
que han abierto salidas-
la civilización
“cristiana–occidental”
-“cristiana”, muchos
siglos de golpear con la cruz
para robar al pobre y
asesinar al débil-.
Y la máquina, andando, se reviste de gloria,
compra todo lo bueno,
lo bello, lo sublime
-aunque después el
arte, traidor, hunda en olvido
al vendedor y al
dueño, y se vuelva de todos
(o así lo espero yo,
vendedor de lenguaje;
o de meta-lenguaje,
más bien, porque mis versos
los regalo de balde, a
ver si hay quien los quiera).
¿Se va a salvar el hombre,
va a poder ir viviendo
mejor o peor, humano,
con todo abierto a todos,
sin paraísos, pero con
su ración bastante,
en un mundo en que
quepa enmendar los errores?
A la orilla del lago
–todo un mar-, en San Carlos,
se abría, por la
fiesta de cuando huyó el Gran Jefe,
un pobre lavadero,
millonario en paisaje,
y, tras los figurones
danzantes, iban carros
de bueyes con
letreros; y uno, “Peor es nada”,
me dio la metafísica
de la revolución.
Otras muchas estampas
llevo, que me desbordan:
por ejemplo, el abrazo
de José Coronel
Urtecho, viejo poeta,
saliendo de su selva
por el enorme río, con
nueva juventud
de voz y de mirada
ahora en la realidad;
o el jefe guerrillero,
hoy jefe de cultivos,
que leía a Stendhal en
el gran helicóptero
donde íbamos, con
niños armados y con poetas;
o la misa, entre
madres de muertos, celebrando
tres años de victoria;
y cuando me dijeron
que hablara, confesé:
“Revolución se llama
un alto amor al
prójimo, bajo el amor de Dios”.
Si esta carta tuviera,
Luis, más tranquilo aliento
elogiaría ahora a los
que en tales luchas
de la humanidad son
los héroes más excelsos:
aludo a los escasos
traidores a su clase,
a los nacidos dentro
de un mundo a favor suyo,
que un día desertaron,
pasando al bando pobre
para ser luz y riesgo,
y a la vez cuerpo extraño.
Pero no es el momento
de grabar medallones:
mientras regreso,
crece la amenaza, el ataque.
El filo de la historia
hoy cruza Nicaragua.
Si hay milagros como
éstos, otros pueden seguir.
José María Valverde
(Julio, 1982).
CONTESTACIÓN
A JOSE MARÍA VALVERDE
Hasta hoy, a los diez
años de proseguir tu vuelo,
contesto la carta que
“desde el aire”
me escribiste, en
julio de 1982,
a una Nicaragua que, por
ahora, ya no existe,
porque aquel presente
que nos levantaba en vilo
se tornó en Saturno
devorando a sus hijos.
Aquella vez ibas,
“muchacho olivar José María”,
apoyado, como siempre,
en tu Pilar, también la nuestra,
de regreso a España
con tu alma extremeña
en el extremo mismo de
la euforia;
“volviendo de ver
Nicaragua, por fin” y de ver
“la cara de los pobres
con fulgor de esperanza”.
Pensaste, como aún
gracias a vos pensamos tantos:
“Sí hay milagros como
éstos, otros pueden seguir”.
Era como si hubiéramos
visto y oído todo
y aquella redención
jamás fuera a terminar
hasta tanto no
contagiara al mundo.
Teníamos la convicción
de que el pasado no iba a volver
como afirmó en verso y
verbo estremecidos
nuestro amigo y tu
principal colonizador,
José Coronel Urtecho,
con su cara alumbrada
“igual que un farol rojo, al hablar”,
según el retrato que
le hiciste.
Pero el pasado se
había quedado agazapado,
atrincherándose en
corazones despojados de futuro,
y volvió y ahora sé
que cuando vuelve,
vuelve peor,
fortalecido, cínico y siniestro,
trastocando todo sueño
en pesadilla y vuelve
con su falsa identidad
de presente; envejecido,
mesiánico y creyéndose
perpetuo.
Lo que nos salva de
esta grotesca situación
es simple y llanamente
la Memoria.
Pues ocurrió, José
María, que en realidad nosotros
aquella vez estuvimos
en un futuro
que está más allá del
filo de la Historia.
Visto así el pasado;
su retorno vengativo no es más
que el estertor
agónico de sus entrañas
ante los que murieron
ayer por el mañana.
Frente a este futuro
irrevocable, que ha sido ayer
“un alto amor al
prójimo, bajo el amor de Dios”,
solo le queda
confirmar su condición de pasado
y desvanecerse ante tu
magia verdadera:
La modestia,
sustentada en el milagro que debe seguir.
Digo todo esto, porque
con esa carta me enseñaste
a nunca olvidar que
todo aquello que vivimos,
aún hoy es verdad y
verdad también será mañana.
Por eso te remito esta
tardía contestación,
gozoso ante la
imposibilidad de tu ausencia,
a todo sitio donde
cabe la esperanza,
con la certeza de que
estás ahí.
Mayo de 2006.
LA PLAZA VACIA
Una plaza dando gritos, enardecida o sumisa es igual.
Tribunas portátiles. Ecos del pasado encarnándose
En el presente. Incendiarios discursos de palabras huecas.
Un hombre cae muerto ensangrentado y el que sobrevive
expira, enajenado, justificando la muerte del caído.
En España hay un valle partidario de caídos. En el mundo
las consignas del partido en el poder retumban en las plazas.
Pero esta plaza tuvo alma y ahora está vacía.
Antaño, fue Plaza de la República del dictador,
hasta que un día se transformó en plaza de nuestras almas
y no de multitudes arriadas por el fanatismo o la necesidad.
Esta plaza hoy está baldía como nuestra tierra baldía
y triste, yerma, con el sol cayéndole despiadadamente
o la lluvia sobre el estruendoso silencio
de las vociferaciones llamándose una
y otra vez al engaño:
“No te vas,
te quedás”
Esta plaza ha sido de rebaños, piaras, manadas y jaurías
desde el siglo de las luces y uvas de ira
hasta el siglo de las tinieblas y fresas de amargura.
Es aún el punto cero de este maldito país:
Punto de partida y de retorno hacia lo mismo.
Un 20 de julio de 1979 en ella se desbordó la euforia
y escaló las paredes y torres ruinosas de la Catedral
por el triunfo de la revolución hoy perdida.
Traicionaron la revolución y la plaza quedó desolada
hasta que la corrupción puso en ella una fuente luminosa
que luego fue destruida por la “reconciliación”.
La fuente fue un homenaje a la mentira
y su destrucción también, pero eso sí,
aquella vez del 79 tuvo alma esta plaza
aunque hoy otras multitudes como las del dictador
puedan llenarla de loas o imprecaciones
a falta de dignidad, ética, amor y sandinismo.
Porque esta plaza ya no tiene alma
aún llena estará vacía.
En ella los políticos dicen sus más selectas falsedades
y premonitoriamente las enlutadas sufrieron
la agresión de las hordas nicolasianas. Plaza de lutos
y también de verdades extraviadas en el tiempo.
Hoy Somoza ha regresado a esta plaza de la discordia
y frente a su claque, que no percibe la reencarnación,
alguien, una mujer, levanta su brazo triunfal
y es aclamado para un nuevo período. La ovación
es ensordecedora. El asfalto y el cemento se estremecen.
Pero esta plaza ya no tiene alma
y aún llena está vacía.
9/6/07
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