Manuel
Obregón, Masatepe, 20-02-2016
Hoy me entero de la muerte de
Umberto Eco. El artista de la semiótica. El periodista alerta de lo que pasa y
cómo debe interpretarse lo que ocurre en el mundo. Nunca se quedó en la
superficie, exigió que hay que nadar hasta el fondo. Cuestionar las mentiras o
medias verdades que se dicen a diario en los periódicos o en internet y en la
TV. Protestar contra la corrupción endémica, la testarudez, la chatura
literaria, el bombo que acompaña a los que se creen importantes, la ironía como
arma que nos defiende de la mediocridad, y actualizarse siempre en lo que
ocurre a diario, no tanto en el sentido noticioso como poner en perspectiva lo
acontecido, para tener una visión analítica y no morbosa de la noticia.
Comprender el mundo en sus distintas etapas evolutivas, tanto en lo científico
como en el desarrollo social y tecnológico.
Siempre diferenciar, lo creíble y documentado, de la simple
charlatanería mediática. El autor de frases puntiagudas que nos obligan a
pensar y repensar nuestros esquemas y valores culturales. El que asido a la
punta del iceberg no ignora lo que se oculta debajo. El filósofo, el novelista, el historiador, el
sociólogo, el periodista. El que no queda satisfecho con el relato sesgado o la
historia falseada o coja. El que quiere llegar a la verdad. Se aventuró en la
cultura medieval, en las famosas cruzadas, en la busca del santo grial. En la
biblioteca alejandrina y su destrucción. Como Fellini, entra en los túneles
oscuros o luminosos de la religión y su liturgia, arrastrando los mitos de su
educación salesiana, y se solaza en la alegría de su adolescencia. Todo lo que
concibe no puede separarse de su biografía. Las frases, puntillosas, son
reflejo de una vida auténtica, la suya. Entremezcla la realidad con la ficción,
y fusiona texto con el comic, con las ilustraciones de cartel, semejante al que
se usaba en los años cincuenta y sesenta para acompañar las películas en
cinemascope. Obligado a releer El nombre
de la rosa (1982) y La misteriosa
llama de la reina Loana (2004). Transcribo la nota que acostumbro al final
de cada lectura, referida, en este caso, a esta última novela. Es la fragancia más fresca que conservo cuando
leí el libro en el año 2008. “La novela pareciera autobiográfica, y a la vez,
un retrato en sepia de lo que pudimos vivir, cada uno de nosotros. Quién no ha
temido a la dictadura, quién no ha sufrido una insatisfacción de fondo-
llamémosle desamor- quién no a la enfermedad y a la muerte. Para resistir esos
embates y un manejo consciente de estas calamidades o distorsiones, siempre habrá
que recurrir, como bálsamo restaurador de nuestras heridas, a la nostalgia de
los años mozos. Ello nos podrá servir de consuelo y a la vez reconocer que, si
en la vida hay y seguirá habiendo inequidad e injusticia, también hay remansos
de buena nueva, olor a infancia y, sorpresa, quién no la ha tenido, por
explorar el mundo, y descubrir sus novedades y sortilegios”. Fallece a la edad
de 84 años, y siento un eco que de lejos me roza, es de un gigante, galáctico.
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