“La religión anunciada al hombre sin libertad se torna necesariamente una religión fatalista y mágica. Porque el hambre, la miseria, son consecuencias de las estructuras de injusticia, el Señor exige de nosotros la denuncia de las injusticias. Eso hace parte del anuncio de la palabra. Si la política consiste en hacer que los derechos humanos fundamentales sean reconocidos por todos, esta política es no solamente un derecho, sino un deber para la Iglesia. Estoy convencido de que si la caridad consiste, hoy en día, en ayudar a hacer la justicia, la gran pobreza es sufrir con el trabajo para la justicia. ¡Ah! Es tan fácil dar, quiero decir: dar, como un árbol da sombra, ¡de lo alto de su grandeza! Pero, cómo es difícil dar sin humillar, como un hermano que cumple su deber, que comparte con sus hermanos lo que a ellos también pertenece. Es necesario vivir la religión y no solamente representarla. Siempre, en todo lugar del mundo, si se busca vivir verdaderamente el Evangelio, se corre el riesgo de sinsabores”.[1]
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