“Entrando en una opción de liberación de los pobres que incluye una transformación de la sociedad terrestre, los obispos latinoamericanos legitiman un diálogo con los movimientos de liberación nacional. El diálogo con el mundo recomendado en Vaticano II toma la forma de diálogo con esos movimientos. No significa que esos obispos se hicieron marxistas, guerrilleros, o rebeldes. Sin embargo reconocen que tales movimientos de liberación nacional apuntan hacia problemas que necesitan una solución y no sólo una condenación. En América Latina hubo innumerables movimientos de rebelión de esclavos negros y de indígenas. Hubo innumerables luchas de campesinos defendiendo sus tierras contra la invasión de los grandes terratenientes. Durante siglos, la Iglesia cerró los ojos para no tener que decir algo al respecto. Pensó que tales problemas no eran de su incumbencia. Confió en las declaraciones de las oligarquías. Creyó realmente que las autoridades dominantes defendían la civilización contra los bárbaros, negros, indios, campesinos iletrados. Los obispos de Medellín quitaron la máscara. Su actitud implicaba reconocer que el silencio anterior era culpable”.[1]
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